Sentía claustrofobia, en ese cuarto. En él se me oprimía el corazón, y dado que no podía salir, mi mente crecía en sabiduría.
Ellos estaban afuera, en el inmenso bosque de abedules negros, me acechaban. Ellos no podían entrar, pero… yo no podía salir. Era una situación asfixiante y agobiante.
Miré por la ventana y allí estaban, parados a quince metros, debajo de mí, clavándome una mirada que me helaba el corazón. Mi pulso se detuvo, las agujas del reloj no caminaron hasta que aparte la mirada, y me hundí en mis más oscuros pensamientos, rápidamente cerré la cortina, tratando de olvidarme de ellos. No podía, el miedo era más fuerte.
Ellos se contentaban con mirarme desde las afueras.
Me desperté sobresaltado, mi cara estaba empapada de sudor, y mis palpitaciones superaban lo normal. Ya levantado mis ojos se clavaron en la ventana, me acerqué a ella, y lentamente corrí las cortinas… ellos estaban ahí. No había sido un sueño, era realidad. Maldije y arroje un puñetazo contra la pared, en ella quedó la huella, y de mis nudillos brotaba en cantidades el líquido escarlata. Me arrodillé, en el piso, y me tomé la cabeza con las manos, ya que sentía en ella un punzante dolor.
Por mi cara se deslizaba la tibia sangre, debido a la herida de mi mano.
El dolor en mi cabeza se sentía como… como… no sabría decirlo, era indescriptible. De la desesperación me arrancaba los pelos de la cabeza, el dolor continuaba y se hacía más doloroso, a medida que pasaba el tiempo.
Grité con todas mis fuerzas, me levanté del piso, y corriendo a grandes pasos atravesé la ventana. El vidrio estalló en mil pedazos y mientras caía, observé que ellos ya no estaban en las afueras… y el dolor había desaparecido.
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