Tal vez hubiera sido bueno haber hablado un poco con ella. Que me dijera sus razones. Que me explicara cuales eran los motivos. Pero no, mi cabeza en esos momentos se hallaba ya muy distante. Ajena a cualquier entendimiento. Por eso fue que me le fui, a golpes. Que la cogí por los cabellos, y con aquel coraje que borboteaba en mi sangre, le puse el primer chingadazo en la cara.
Completamente desprevenida.
A mi merced.
Los otros madrazos, ni yo los pensaba, ni ella ya los sentía. Hasta que la mano me empezó a doler, y vi aquel rostro con los rosetones que parecían granadas a punto de reventar. Las narices moqueando y escurriendo sangre.
Lo que más me dolía entonces era mi alma que, emponzoñada, jamás volvería a ser la de antes.
Me alejé de allí.
Volteé la cabeza y vi, cómo angustiada, hacía por una toalla, con la que cubría y limpiaba su cara.
Crucé la puerta y al cerrarla detrás de mí, escuché todavía algún sollozo que atravesó no solamente las paredes, sino mi corazón y mi alma. Y entonces me eche a correr por la calle que apenas comenzaba a oscurecer. A correr como caballo desbocado, de uno a otro lado, como alma que lleva el diablo. Agitado, y con el llanto en mis ojos. Repitiendo en mi memoria las imágenes. Mi mano en alto, la mirada fiera, el resoplido de mi aliento. El golpe contra aquel rostro. El giro brusco y el impacto contra la cama. El gemido que, poco a poco, se convirtió en llanto.
Correr y divagar, en aquellas calles frías y solitarias. En aquellas calles de aquel pueblo bendito que, seguro, está enterado ya de todo cuanto ha ocurrido.
Solo, y bajo aquellas miradas que, seguramente tras las puertas, siguen uno a uno los pasos de mis penas.
Cayó la noche, desando mi camino. Me acurruqué finalmente en la banqueta sucia de mi casa. Recojo mis piernas. Las rodeo con mis brazos en un afán por calentarlas. Me asomo por la ventana. La luz tenue de una lámpara me señala donde se haya ella. Allí esta. El cabello recogido en una trenza. Los moretones discretos. Plancha mi camisa azul, la de cuadritos, que tanto me gusta. Abro entonces la puerta. Me mira disimulada, pero alcanzo a ver que apenada, agacha la cabeza. Cierro la puerta y pienso en mis adentros.
-Se avergüenza.
El rumor es cierto, por eso la muy jija no se atreve a reprocharme nada.
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