Los observaba en secreto, escondiendo su mirada para que no se topara con la de ellos. Los escuchaba reír, hablar e incluso compartía su silencio cuando se miraban a los ojos. Ellos eran jóvenes, tenían miles de sueños por delante y todos les parecían alcanzables. En cambio el alma de la intrusa estaba añeja, ya no le quedaban esperanzas a pesar de su corta edad. Sentía que ya había vivido más de lo que debía y no quería seguir cargando con el peso de la existencia. Se sentó en una banca y tomó un largo trago de café tibio. Buscó con sus manos la cajetilla de cigarros arrugada que llevaba en la cartera y fumó. En la plaza habían niños que jugaban con las plantas y animales, mujeres que compartían confidencias y hombres que almorzaban apurados para volver al trabajo. Pero ella no veía a nadie más que a esos dos que entraron en su mente.
En ese momento entendió por qué hay gente que muere joven. El tiempo puede perder su objetividad y a los pocos años ya se ha vivido más de la cuenta. Quería que todo acabara pero le faltaba el valor y por eso se mofaba de sí misma. El café había perdido su calor así que dejó caer la colilla en el vaso. Estaba lista para irse cuando se le apareció la pareja de frente.
- Hola, no te habíamos visto. ¿Cómo estás? le preguntó la joven.
No podía creerlo, ¿cuándo habían notado su presencia? ¿Cuándo se habían acercado sin que ella se diera cuenta? Son unos gusanos asquerosos, se arrastran por la vida sin hacer ruido.
- Todo bien, ¿y ustedes? respondió ella tratando de guardar la compostura.
- Bien también. sonrió él.
Luego, el silencio. No había nada más que decir. Kayla jugaba nerviosamente con sus manos, sus ojos irritados recorrían los alrededores evitando encontrarse con los de ellos.
- Bueno, me tengo que ir. Que estén bien. dijo mientras caminaba en dirección opuesta.
Se marchó sin mirar hacia atrás. Podía sentir sus ojos clavados en su silueta mientras se alejaba de ellos y sabía que se burlaban. Los imaginaba, más tarde, riendo con sus amigos y contándoles que la habían visto sola en el parque y que seguía siendo tan estúpida y rara como siempre. Cada vez aceleraba más el paso, tenía los dientes apretados y las lágrimas brotaron de sus ojos. Sus manos empuñadas herían sus palmas por el roce de las uñas y ella no sentía el dolor ni cómo la sangre comenzaba a brotar.
No supo cómo ni cuánto se demoró, pero y a estaba en su casa. Prendió el equipo de música y se dejó caer en el sofá. Su cuerpo temblaba y sus ojos se enrojecían solos. La melodía del grupo daba vueltas en su cabeza mientras sus labios murmuraban la letra de High Hopes. Contrólate, por favor sólo aguanta un poco más.
Se dirigió al refrigerador y encontró una manzana, un plato de tallarines de la semana pasada, una olla pegoteada de arroz y una botella de vino blanco. Tomó la botella de Sauvignon Blanc y una copa. Volvió al sofá prendiendo el televisor sin volumen. Tomó un sorbo y cerró los ojos mientras sentía el alcohol bajando por su esófago. Se tienen uno al otro, lo tienen todo. ¿Por qué no me dejan en paz? ¿Por qué no me permiten ser parte de eso?
Recordó su tela a medio pintar. Sin soltar la copa reunió sus pinceles y óleos y comenzó a jugar con los colores. Cada pincelada que daba le robaba un aliento dejando un pedazo de su alma en la obra. En vano buscaba el tono rojo que expresara lo que quería transmitir. El disco de Pink Floyd seguía tocando y su cuerpo se movía dócilmente con la melodía. Agarró un cuchillo que descansaba desde la noche anterior junto al cuadro y se hizo un corte profundo en el dedo
había encontrado el color ansiado. Con carcajadas oscuras rebalsó una esquina de la tela con su sangre. Cuando quedaba menos de media botella de vino la venció el cansancio, se quedó dormida con su cara sobre la pintura fresca empapándose el rostro.
Despertó al amanecer al sentir el frío en su espalda. Tenía la cabeza abombada, no podía abrir los ojos, le costaba tragar saliva y le faltaba nicotina. Se apretó los ojos tratando de despertar y se sintió pegajosa. Perfecto. Tomó el teléfono y marcó el número que ya conocía de memoria.
- ¿Aló? contestó una voz dormida.
- Ven, es urgente. dijo ella.
- ¿Quién es?
Sin responder, le dio la dirección y colgó para que no le reconociera la voz. Sabía que vendría, no aguantaría la curiosidad. A los pocos minutos oyó el citófono. Miró por la ventana sin prender la luz y lo vio parado en la calle, el rostro pálido y los labios azulados. No quiso contestarle, prendió un cigarro mientras el joven se decidía a llamar nuevamente. A los pocos minutos volvió a sonar el timbre. Sin preguntar quién era, lo dejó entrar. Extrañado, él tomó el ascensor al quinto piso.
La puerta del apartamento estaba abierta. El hombre entró temeroso y se encontró con una tenue luz proveniente de las velas que estaban prendidas. Era invierno y las ventanas estaban abiertas. El viento movía las delgadas telas de las cortinas. El invitado sintió un escalofrío que venía de lo más profundo de su cuerpo. Sus manos sudaban helado y cada paso parecía requerir de un esfuerzo absurdo.
- ¿Hay alguien aquí? preguntó intrigado.
- Cierra la puerta y siéntate. respondió ella tratando de camuflar su voz.
Él obedeció y a los pocos minutos apareció Kayla con el rostro lavado y la misma ropa del día anterior. Mientras hablaba se iba acercando cada vez más a él evitando mirar sus ojos. El hombre escuchaba y trataba de recuperar el control de su cuerpo que se encontraba sin reacción.
- Me voy, estás loca. dijo él después de unos segundos.
- Oh, tú no te vas a ningún lado. Tenemos que hablar.
Él la miraba perplejo. Jamás habían hablado, con suerte se saludaban cuando se encontraban en actos sociales. Y ahora ella quería hablar con él. Lo había llamado a las 6 de la mañana para decirle algo urgente.
- De acuerdo, dime. Pero apúrate porque me tengo que ir.
- Mira, ven. le dijo tomándolo de la mano y dirigiéndolo a su habitación.
Cuando el joven entró al cuarto quedó atónito. Las murallas tenían gruesas pinceladas de negro, un velo rojo cubría la lámpara y no había luz salvo por las numerosas velas que dejaban caer su cera en la alfombra. La cama estaba desecha y coja de una pata. Un olor a encierro invadía el entorno.
- Tranquilo, no es tan terrible. Le dijo adivinando sus pensamientos mientras lo empujaba contra la cama y ataba sus manos.
- ¡Déjame ir! gritó tratando de reaccionar.
- Shhh, no grites, que nadie te va a oír
ahora tendrás que escucharme. Por años he tratado de hablarte, te he mirado, te he buscado y tú ni si quiera lo has notado.
- ¿Qué mierda te pasa? ¡Suéltame, concha de tu madre!
- Pero mi amor, tenemos que solucionar esto. Y tú sabes que los problemas se resuelven hablando, ¿cierto? le murmuró.
- Mira, ya te dije que no soy tu amor y tampoco tenemos nada que hablar. El problema que me dices, no existe. ¡No puede existir un problema entre dos personas que no se hablan!
- Quizás tú sólo me conozcas de vista, pero yo sé perfectamente quién eres. Sé que tomas té porque el café te hace mal, sueñas con cambiar el mundo y disfrutas de una buena conversación. Te vas a la playa todos los fines de semana y jamás faltas a tus obligaciones. Haces todo lo que tu padre quiere porque tienes temor a enfrentarte a él. Tu madre tampoco ha sido de gran ayuda porque jamás ha expresado sus pensamientos, creo que ni siquiera tiene opinión propia.
Él la miraba asustado.
- Sólo dime qué quieres. le suplicó sollozando.
- ¿Por qué? ¿Me vas a dar lo que quiero acaso?
- Sí, sí, todo lo que quieras. Pero déjame ir.
- Estoy haciendo un cuadro. He buscado en todos lados un color específico. Por eso te he llamado.
- ¡De acuerdo, sí, mañana mismo te lo voy a comprar! le dijo recobrando el ánimo.
- Pero no se puede comprar.
- ¿Qué?
Kayla se fue a la cocina. Tomó un cuchillo y una fuente y volvió al dormitorio. Él la miraba confundido. Ella se acercó y besó sus labios. Sin separar sus labios y con los ojos cerrados le clavó una puñalada en las costillas. Él lanzó un suave gemido que se perdió en la habitación. A borbotones la fuente se llenó con la sangre del herido y él seguía quieto respirando fuerte.
Ella lo dejó ir y lo miró dulcemente, tendido en su cama. Tenía los ojos abiertos y miraba el techo. Su cuerpo, que ahora parecía de niño, tiritaba despacio. Sabía que iba a morir. Nos veremos pronto mi amor.
Se dirigió a la tela que estaba tendida en la alfombra de la entrada. Puso ambos pies sobre la obra y vio como se manchaba la obra con sus pisadas. Alzando la fuente sobre ella, dejó caer la sangre desde su cabeza hasta sus pies. El líquido estaba tibio y su olor la hizo toser. Antes que comenzaran las arcadas, tomó el cuchillo que aún llevaba en sus manos y se lo clavó en el abdomen dejándose caer junto al óleo. Ahora sí, lo tengo todo.
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