Cuando subió al Metro, se produjo un silencio de reverencia. Todos, hombres y mujeres, ancianos y niños, dirigieron instantáneamente sus ojos sorprendidos y embelesados a ese monumento hecho mujer, a esa pieza de colección que, provista de majestad única, no diré caminó, se deslizó grácil unos cuantos pasos para sentarse en una butaca que enfrentaba a la que iba yo. Su mirada celeste fijada en un punto inexacto, su piel marmórea, esos labios esculpidos con la maestría de un Miguel Ángel, ese talle fino que dividía sus voluptuosas formas en dos mitades deseadas y que sumadas, edificaban un ensueño, su aire de princesa encantada, todo, todo contribuía a mantenerme a mi y a quienes estábamos en el vagón, suspendidos en un latido, derretidos por esa pasión instantánea que nos embarga cuando asistimos al cine y vemos a esas hermosas actrices de perfectas facciones y angelicales sonrisas y nos imaginamos que están al limitado alcance de nuestros deseos.
Ningún hombre descendió en ninguna estación y los que subían se quedaban prendados de ese querubín humano que permanecía indiferente y distante en su asiento. Mi corazón se empezó a desgarrar cuando entendí que luego sería privado de esa presencia angélica que me concedían los dioses. Pronto descendería, eso era seguro, tal vez en la Estación Manuel Montt, acaso en la de Pedro de Valdivia o en la de Tobalaba, ya que ese ángel, como muchos otros ángeles terrenales santiaguinos, por su aspecto entre nórdico y olímpico debía morar de seguro en esas latitudes. Pero no, la estatua humana, la imagen del amor volcánico e instantáneo, permaneció impasible, etérea y distante en su lugar, deleitándonos y haciéndonos creer que era una excelsa diosa que vacacionaba por nuestros pagos.
Cuando la voz gangosa del locutor del Metro nos anunció que habíamos llegado a la estación terminal, sentí congoja por la irremediable despedida. Medio aturdido, me levanté y arrastrando los pies me dirigí a una de las puertas de descenso. Un rosario de garabatos proferidos por una voz carrasposa me hizo volver la cabeza. La desilusión cayó sobre mí como un balde de agua congelada: era la rubia aquella, la distinguida, la marmórea, que se había tropezado con una pequeña arista del piso y que por acto reflejo había lanzado tan florido y extemporáneo recital de groserías.
Espero nunca volver a encontrarme con ella, luego de haber sido testigo y víctima de la destrucción más vil y grosera de un arquetipo que jamás volverá a sobrevolar mis sentidos, lo juro solemnemente.
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