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Inicio / Cuenteros Locales / kucho / NUNCA PODRAS SABERLO (CAPITULO UNO)

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Nunca podrás saberlo, Antonia, nunca. Aunque te lo repita mil veces, y no es otra cosa lo que hago, cada vez que estamos juntos, cada vez que nos entregamos a esa especie de juego, a esa otra manera de amarnos que es pensarnos y repensarnos, una y mil veces, como si no habláramos nunca sobre nosotros, maravillándonos cada vez, de nuevo, recreando lo que te dije, lo que te escribí, lo que me dijiste y lo que no me dijiste, preguntándote quién era este aparecido que te venía a decir tantas cosas, medio en clave literaria, y que tú te negabas a tomar en serio, y creías que yo era una especie de escritor frustrado, un pájaro raro, un soñador, que te ocupaba a ti para desenrollar sus sueños imposibles, sus deseos ocultos, pero que no eras tú, no eras tú, el objeto de esos deseos, de esos sueños, y yo no hallaba qué hacer para que tú te dieras por enterada que sí, que sí eras tú, Antonia Sarowski (y así tuve que decírtelo, más bien dicho escribírtelo, para ser fieles con la realidad histórica, decirte, o escribirte, eres tú a quién digo todo lo que digo, a ti y nada más que a ti, Antonia Sarowski, y además Gabriela y Cifuentes, de lo que yo recién venía a enterarme), pues durante décadas, sí, Antonia, décadas, no te asustes, o mejor, asústate un poquito, empieza a asustarte, décadas, digo, eternas décadas, en las que se desenvolvieron nuestras vidas por separado, tú en la ignorancia, viviendo en un mundo en el que yo no existía, y yo en el mito, viviendo en un mundo en el que tú ya no estabas, en un mundo en el que tú fuiste sólo, pero con qué fuerza, la Antonia Sarowski, por casi treinta años, ese recuerdo dulcemente doloroso de esa muchacha que yo, por esa época un ser deleznable, primeramente por mi militancia política, por ser un despreciable y vil fascista de Patria y Libertad, no podía osar ni siquiera mirar, pero no sólo por eso, sino porque yo era menor que tú, estaba tres, o cuatro, cursos más abajo, y era además el pendejo más pendejo que jamás entró a esa escuela de arquitectura, hasta el día de hoy, con mis quince años, que después dilapidé quedándome casi once años estudiando, era el último ser en el mundo, o así al menos lo sentía yo, que hubiera podido acercarse a ti, en esa escuela, digo, en la que tú eras la reina, y no sólo de belleza, sino también la más bella militante del MIR, casi una bandera tú misma, a la que seguían muchos tal vez más por ti que por la revolución, pero yo no veía la revolución, al menos no esa, sino tus ojos, esos ojos que ahora sé que son azules, como el mar, pero de verdad como el mar, no como en las poesías cursis, sino de verdad, y que se ponen celestes cuando te amo, esos ojos, que nunca me vieron en esos años, en esos cortos tres años en que yo pude verte, pero tú no me viste, ni siquiera me rozaste con tu mirada, pero cómo me ibas a ver si yo me ocultaba de ti para mirarte, y tu sonrisa, adornada por aquellos años con tu legendario lunar, ese lunar que coronaba una comisura de tus labios, y que luego, años después, tú procediste sin mayor ceremonia a extirparte, como quién se hace una liposucción, o se opera las amígdalas, sin pensar que tu lunar seguía viviendo en mis recuerdos, y seguramente no sólo en mis recuerdos, sino en los de tantos que te amaron, de cerca o de lejos, durante décadas, y que hoy seguramente siguen amándote, pero no como yo, como yo te amé por treinta increíbles años, luego de verte sólo por tres, y luego el once de septiembre, a ese once de septiembre me refiero, no al de los yanquis, al nuestro (ahora hay que hacer la distinción, porque hasta eso nos han robado estos yanquis ladrones), al que yo contribuí con mis escasos dieciocho años, poniendo amon gelatina en las sedes de los partidos de la UP, en las líneas férreas, volando camiones, lanzando miguelitos en las calles y en las carreteras, sin pensar que con ese mínimo grano de arena estaba contribuyendo a alejarte de mí, infinitamente más que todo lo lejos que ya estabas, ahora poniendo entre nosotros miles de kilómetros, no sin antes haber sido detenida y torturada, tú, mi Antonia, mientras yo celebraba ingenuamente, sin pensar en ti, que cada noche escuchabas con angustia, en medio del toque de queda, el rumor de un vehículo que se acercaba por Avda. Libertad, pidiendo que no vinieran nuevamente por ti, pero sí, era a ti nuevamente a quién buscaban, y aún hasta hoy, cuando vienes a Viña y te acuestas por la noche y sientes el rumor de un vehículo en la noche, vuelves a sentir esa angustia, mientras yo dormía satisfecho y así, en medio de mi ignorancia y mi tranquilidad, esos oficiales de la Armada de Chile, tan british ellos, y que luego, años después, reclamarían inocencia en torturas y asesinatos, porque ellos eran más civilizados que esas bestias cuadradas que sí había en el ejército, pero ellos no, ellos eran unos caballeros, los habían educado para ello, en la mejor tradición de los gentlemen británicos, mientras ponían sus asquerosas manos de uñas limpias sobre tí, y luego iban a misa los domingos junto a sus esposas e hijos, a dar gracias a Dios por el Pronunciamiento Militar y la Libertad de la Patria, y yo dormía satisfecho, ignorante y tranquilo, y sin darme cuenta daba la espalda a ese tiempo y a ese mundo de antes del once de septiembre de mil novecientos setenta y tres, sin darme cuenta que toda una totalidad se perdía, contigo incluida, en medio de la noche y del toque de queda, en medio de los allanamientos y los detenidos, que luego serían ascendidos a detenidos desaparecidos, como el Pelao Gajardo, o el Chino Juantok, ese que tan mal me caía y que era el ayudante del taller en la escuela de arquitectura, y que treinta años después vería en un informe en internet casi como el primer desaparecido nacional del MIR, porque el Chino fue detenido, si no el mismo once, el doce de septiembre, ese mismo Chino a quién tanto quisiste y admiraste, Antonia, tanto como para que treinta años después yo te acompañara en Copiapó a visitar la placa que conmemoraba a los detenidos desaparecidos de esa ciudad, y en la que estaba también grabado su nombre: Yactong Orlando Juantok Guzmán, que nombre más increíble, mitad chino mitad chileno, y donde dejaste unas flores, con tus ojos velados por las lágrimas, y luego, en el auto arrendado que nos llevó de vuelta a la ciudad, lloraste sin consuelo por ese muchacho de veintiséis años que fue el Chino, y que tal vez ese día, en vez de visitar su placa, pudieras haber visitado, como más tarde visitamos a su hermana en su pastelería, si no hubiera pasado en Chile todo lo que pasó, también por mi culpa, por mi quizás pequeñísima culpa, pero culpa al fin y al cabo, y, quién sabe, tal vez también un poco por la tuya, y por la de los míos y la de los tuyos, pero quién soy yo para restregar culpas, y menos a ti, mi amor, o como, más tarde aún ese mismo día, encontramos a otro fantasma, pero éste aún vivo, y que para mí sólo era el fantasma de un nombre, Primo Ledesma, que nombre de tango ¿cierto?, ahí mismo, en Copiapó, encargado de algo cultural en la municipalidad, antiguo alumno de nuestra escuela de esos años. Oh, cuanto dolor me provoca pensar todo esto, Antonia, y es algo que nunca has sabido, pues mi pudor, y mi respeto por tu propio dolor, que es infinitamente más grande que el mío, me impide hasta ahora hablarte de él, y no sé si algún día te hablaré de eso, pero siempre lo que no te he podido decir te lo he escrito, y es lo que ahora hago, escribo en un computador jurásico pero funcional que tengo en este departamento arrendado en el que ahora vivo, desde que me separé de mi mujer y de mi anterior vida para siempre, y dejé mi casa en la que viví veinte años, y en la que quedaron mis hijos y mis libros, y de la que sólo traje mi ropa, que ya no sé dónde meter, y los libros no habría tenido dónde guardarlos, y también quedaron allá porque era una manera de decirle a mis hijos “aquí estoy, niños, no me he ido del todo”, pero no es de eso de lo que estaba hablando, aún cuando también tendré que volver sobre ello, sino de mi dolor, del dolor que no sentí hace treinta años por ti, y que no sentí por los cientos y miles que en esos días sufrían lo mismo que tú sufriste, pero todos los dolores, por ti y por ellos, los he sufrido desde que te volví a ver, con una conciencia que no era cerebral, no era racional, no sé si pueda explicarme, porque era una conciencia del corazón, y se han acumulado esos treinta años en uno y medio o poco más, que es el tiempo que ha pasado desde un misterioso veinticuatro de marzo del dos mil tres en el que ni tú ni yo sabemos exactamente qué pasó, pero que hemos convencionalmente fijado como la fecha en que algo pasó, y que ameritó que los veinticuatro de cada mes celebremos lo que hemos llamado nuestros “aniversarios”, quizás si para compensar las tres décadas que estuvimos separados. Sí, Antonia, tres décadas, no te asustes, o mejor, empieza a asustarte, tres décadas que son las que nos pueden quedar por delante para vivir lo que no vivimos en tres décadas irrecuperables, aunque estemos sentados en esa silla de ruedas con la que bromeamos, pero que para mí es el símbolo de este amor tan tardío que me llevó a ti luego de tres décadas, y en el que nos encontramos, por fin, luego de tantas vidas vividas. (CONTINUARÁ)

Texto agregado el 28-07-2006, y leído por 389 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
31-10-2006 Me gusta lo que escribes. Leeré con calma cada Capítulo. y te iré escribiendo.***** boniewest
31-10-2006 mmmmmmmmmmmm,estoy un poco cansada de la temática política pero no porque seas tú, me interesó sobremanera el estilo que le imprimes a este escrito, es interesante por cuanto saltas de una calma aparente a un desajuste espiritual violento, juegas con maestría los pianísimos y los alzas a un torbellino de consecuencias sicológicas, ironía hay tb., iré por más, mis estrellas por esta primera parte BajoCero
04-10-2006 Vuelvo acá para releerlo... por otra vez. Por una y otra vez. ********** Lestat_DeLioncourt
13-09-2006 Escrito a la perfección, con gran fluidez, abrazador. un amor de 30 años, 3 amenazantes pero reales decadas. 5* regina_mojadita
09-09-2006 Como lilianzwe, sigo leyendo, qué gran descubrimiento***** totot
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