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USTED NO COMPRA CACHIVACHES

*

Es que ha sido un gran esfuerzo llegar hasta aquí cargado de arneses, carretillas, manojos de azadas, el arado maltrecho de tanto arar. Y además venían dos viejos caballos de labor traídos de la mano del hijo menor detrás del camión que armé con piezas abandonadas. Porque ahora no tenía otro destino que dejar la tierra seca y rojiza por el polvo del verano, la cosecha exhausta después de barbechar sin buenos resultados: sólo algunos montones de maíz en el granero derruido. La orden de desahucio la había traído el alguacil y decía que debía irse del erial porque lo exigía la justicia invocada por el dueño.
Miraba la oscura casa levantada como ratonera, con las tablas rotas, miraba el granero sin granos y al perro amarillo y casi muerto de hambre a su puerta. Después que vinieron los tractores, todavía estaba allí la casa resistiendo la caída y apenas sostenida por sus cimientos, con sus ventanas cerradas apuntando al cielo; estaban las herramientas desarmadas, amarillentas de herrumbre. Todo lo veía en la tarde seca y caliente, y no llegaba a entenderlo.
El atardecer invitaba a los murciélagos y su memoria era una hoguera que iluminaba pedazos de la escena destruida; sus ojos estaban sobre el túmulo donde hace años enterró a su mujer y a la hija primogénita, después que la plaga trajo la enfermedad como emisaria de la muerte. Ni siquiera podrá olvidar el mango que tanta sombra y alimento prodigó. Sonaban en su recuerdo las fiestas que hacían en el fundo, los oficios divinos para celebrar los nacimientos, la oración por los difuntos, la llegada de las lluvias.
Todo eso se llevará el propietario cuando tú ya no estés aquí.
Ahora debía irse con lo poco que guardaba, lo indispensable para evitar la indigencia, y vender lo demás para poder dejar el erial. La tierra no era fértil, siempre lo supo, pero con esfuerzo la había hecho producir el maíz que era sustento para nutrirse y comerciar. Tenía que irse y comenzar de nuevo en otro lugar. Pero no puedes comenzar, si somos todo lo que ha sido: la alegría del amor, la ira de un momento, el dolor por la pérdida de la familia, las imágenes de la siembra y la recolección, las inundaciones y los años de polvo y sequía. Eso somos nosotros. No hay lugar donde ir.
Cuando el mercader de viejo escuchó la oferta arrugó el ceño. Ni todas las herramientas de trabajo ni los caballos viejos valían mucho, y era desmesurada. No podía dar sino la mitad del precio.
Se fue de una a otra tienda, para lograr una ganancia más justa. En todas las toldas de mediodía se acumulaban objetos de siembra y de limpieza, motores gastados, azadas. Aquello crecería amontonado y sin utilidad inmediata, pero, por encima de todo, se agitaba el espíritu de ruina, de polvo y de orín. Siempre ha sido así, afirmaba el traficante de chatarra, y no mejoraba la propuesta.
Tú querías decirle que los caballos viejos alguna vez tuvieron lazos prendidos de sus crines que la hija perdida les ponía. Los caballos aguzaban las orejas y parecían contentos con los adornos. Ahora los animales no tendrán más esos recuerdos. Decirle al mercader que estaba comprando años de faena a pleno sol y una tristeza que no puede contarse en monedas y un montón de pesadumbre que llevará a su casa. Que eso estaba comprando y no estos desperdicios.
Y lo dijo con ira y amargura:
Está comprando vidas desechas, todos mis tesoros, y quizá con este arado surcará la tierra que abrigue a sus hijos. ¡Usted no compra cachivaches¡¡




USTED NO COMPRA CACHIVACHES

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Es que ha sido un gran esfuerzo llegar hasta aquí cargado de arneses, carretillas, manojos de azadas, el arado maltrecho de tanto arar. Y además venían dos viejos caballos de labor traídos de la mano del hijo menor detrás del camión que armé con piezas abandonadas. Porque ahora no tenía otro destino que dejar la tierra seca y rojiza por el polvo del verano, la cosecha exhausta después de barbechar sin buenos resultados: sólo algunos montones de maíz en el granero derruido. La orden de desahucio la había traído el alguacil y decía que debía irse del erial porque lo exigía la justicia invocada por el dueño.
Miraba la oscura casa levantada como ratonera, con las tablas rotas, miraba el granero sin granos y al perro amarillo y casi muerto de hambre a su puerta. Después que vinieron los tractores, todavía estaba allí la casa resistiendo la caída y apenas sostenida por sus cimientos, con sus ventanas cerradas apuntando al cielo; estaban las herramientas desarmadas, amarillentas de herrumbre. Todo lo veía en la tarde seca y caliente, y no llegaba a entenderlo.
El atardecer invitaba a los murciélagos y su memoria era una hoguera que iluminaba pedazos de la escena destruida; sus ojos estaban sobre el túmulo donde hace años enterró a su mujer y a la hija primogénita, después que la plaga trajo la enfermedad como emisaria de la muerte. Ni siquiera podrá olvidar el mango que tanta sombra y alimento prodigó. Sonaban en su recuerdo las fiestas que hacían en el fundo, los oficios divinos para celebrar los nacimientos, la oración por los difuntos, la llegada de las lluvias.
Todo eso se llevará el propietario cuando tú ya no estés aquí.
Ahora debía irse con lo poco que guardaba, lo indispensable para evitar la indigencia, y vender lo demás para poder dejar el erial. La tierra no era fértil, siempre lo supo, pero con esfuerzo la había hecho producir el maíz que era sustento para nutrirse y comerciar. Tenía que irse y comenzar de nuevo en otro lugar. Pero no puedes comenzar, si somos todo lo que ha sido: la alegría del amor, la ira de un momento, el dolor por la pérdida de la familia, las imágenes de la siembra y la recolección, las inundaciones y los años de polvo y sequía. Eso somos nosotros. No hay lugar donde ir.
Cuando el mercader de viejo escuchó la oferta arrugó el ceño. Ni todas las herramientas de trabajo ni los caballos viejos valían mucho, y era desmesurada. No podía dar sino la mitad del precio.
Se fue de una a otra tienda, para lograr una ganancia más justa. En todas las toldas de mediodía se acumulaban objetos de siembra y de limpieza, motores gastados, azadas. Aquello crecería amontonado y sin utilidad inmediata, pero, por encima de todo, se agitaba el espíritu de ruina, de polvo y de orín. Siempre ha sido así, afirmaba el traficante de chatarra, y no mejoraba la propuesta.
Tú querías decirle que los caballos viejos alguna vez tuvieron lazos prendidos de sus crines que la hija perdida les ponía. Los caballos aguzaban las orejas y parecían contentos con los adornos. Ahora los animales no tendrán más esos recuerdos. Decirle al mercader que estaba comprando años de faena a pleno sol y una tristeza que no puede contarse en monedas y un montón de pesadumbre que llevará a su casa. Que eso estaba comprando y no estos desperdicios.
Y lo dijo con ira y amargura:
Está comprando vidas desechas, todos mis tesoros, y quizá con este arado surcará la tierra que abrigue a sus hijos. ¡Usted no compra cachivaches¡¡

Texto agregado el 28-07-2006, y leído por 224 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
13-09-2006 carajo, cuanta fuerza en este texto, me gusto la trama y toda la historia, parecia que estaba en el cine y me pasaban rsas peliculas a mi. yo trabaje en el campo y me gusto la forma en que escribiste eso. anggelbueno
31-07-2006 Cuando el hombre no sirve para la labor agricola, debe irse, no hay caso, el patrón o dueño de la tierra lo echará con todos sus herramientas adquiridas a lo largo de años de doblar el tronco en la madre tierra, madre esquiva ya que se ha dado al rico y no al trabajador. ***** curiche
31-07-2006 Fascinante relato... pero crudo, desgarrador, lacerante. Es una prosa impregnada del dolor humano, tras la pérdida de toda una vida trazada a esfuerzos... pero hecha girones con los latigazos de la injusticia. He llorado. ***** SorGalim
 
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