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Miguel recordaba con emoción los tiempos en que fue socorrista de la Cruz Roja. Lo hacía cuando la lluvia mojaba las grises paredes de los edificios en la luz del crepúsculo, cuando la nostalgia se imponía. La labor de socorrista lo obligó a confrontarse con barbaridades de todo tipo y milagros en los que ya nadie cree. Una noche, por ejemplo, fue llamado para un accidente que ocurrió en las vías del ferrocarril. En el lugar de la desgracia esperaba un anciano prensado entre los yunques que unen a los vagones. Allí esperaba el hombre, con la forma de un reloj de arena, relajado, con la muerte marcada en sus ojos. En esa ciudad cualquiera sabe cómo es la mirada de un moribundo, por eso nadie se acercó a decirle algo, sólo miraban absortos esperando el final.

- ¿Cómo se siente?- le preguntó Miguel al viejo.

- Me siento bien- dijo el viejo, sin emoción.

Algo debía suceder para que terminara el tormento, algo, pero nadie quería decidir. Uno de los maquinistas se acercó alarmado.

- ¿Cuándo puedo mover el tren? Ya me estoy retrasando en el plan.

Miraron a Miguel.

- Ya no se puede hacer nada por él. Hagan lo que tengan que hacer- respondió.

Un mecánico metió una enorme llave inglesa en un tornillo especial de uno de los yunques y antes de jalar miró a la víctima para decirle “lo siento, viejo”… El quejido fue largo y después silencio. Las piernas por un lado, el torso por el otro y las tripas regadas en las vías. Gajes del oficio, decía Miguel cuando contaba estas historias.

A veces Miguel desconocía el destino de las víctimas. Una vez fue llamado para una emergencia en el campo. Allí descubrió a un campesino desconsolado. Lloraba a llantos. En la casa encontraron a la esposa colgada de un mástil del techo, en el baño a un bebe ahogado en una tinita de plástico llena de agua, en el patio yacían dos niños, uno degollado y el otro con el estomago abierto por un cuchillo. Mal día. En la mañana, muy temprano, el campesino mató el único cerdo para venderlo en el mercado de la ciudad. Los dos niños, uno de cinco y otro de seis años, observaron la escena. El campesino destazó el cerdo con paciencia milenaria, lo metió en la camioneta y colgó el cuchillo en donde siempre. Luego se fue feliz a vender la carne. Los niños jugaron un rato en el patio mientras la madre lavaba al bebé en una tinita con agua antes del desayuno. Las nubes anunciaban lluvia y en el horizonte se distinguía el color de octubre. Uno de los niños, el mayor, se aburrió de los juegos y le propuso a su hermano que jugaran a lo mismo que había hecho su papá con el cerdo. Tú eres el cerdo y yo soy papá, le dijo. Su hermanito no dijo nada y comenzó a hacer oinc oinc e imitar al animal caminando sobre cuatro patas. El niño mayor tomó el cuchillo oxidado y carnicero, cogió a su hermanito de los cabellos, le alzó la cabeza y de un tajo le cortó la yugular. El degollado gritó desesperado cuando vio el chorro de sangre. La madre escuchó los gritos desde el baño. Alarmada salió inmediatamente al patio. Descubrió a su pequeño hijo revolcándose en un charco de sangre. El otro miraba serio, con el cuchillo en la mano, sin lágrimas, sin terror en los gestos. Sin pensarlo le arrebató la daga y se la encajó en el vientre con fuerza, gritándole que él tampoco iba a vivir más tiempo. Cuando regresó al baño encontró el cadáver recién ahogado del bebé. No lloró más, simplemente tomó una cuerda y se colgó del mástil de la sala. El padre no sabía de todo aquello, Miguel tampoco, pero a él le daba igual porque tenía sueño y el camino de regreso a la ciudad era largo. Después inventó está historia para contarla en una tarde de lluvia, en una reunión de amigos.

También se topó con muertes curiosas, como la de los amiguitos del río. Fueron dos tipos que salieron un fin de semana de la ciudad a pescar. El bungalow donde se quedaron colindaba con la orilla del río. Muy temprano por la mañana uno de ellos salió con su equipo y anzuelo a pescar. Después de un par de horas, nada. Desesperado recordó algo que había visto en la tele sobre unos pescadores italianos que pescaban con choques eléctricos. Buena idea. Del bungalow sacó varios metros de cable, lo conectó al enchufe y el otro extremo lo lanzó al río. Funcionó. Muchos peces mostraron el medio cuerpo en la superficie, muertos. Ahora sólo había que recolectarlos. Entro al agua, sintió el choque y se murió al instante. El otro salió más tarde y cuando vio el cuerpo de su amigo brincó al agua a rescatarlo. Otro muerto más. Cuando Miguel llegó flotaban los dos cadáveres en medio de los peces muertos.


La vida de un socorrista no es fácil, más cuando el destino de muchos depende de la muerte de un accidentado. Un día, en la tarde, fue Miguel con su compañero a prestar los primeros auxilios en uno de los barrios pobres. Encontraron a la víctima debajo de un árbol de papaya con los cabellos empapados de sangre, quejumbroso y con una maleta en la mano derecha agarrada con fuerza.

Sacaron la camilla decididos a llevárselo a la estación.

- Más vale que lo deje ahí en donde está, déjelo que se muera, así lo quiere dios- dijo uno de los tipos, con machete en la mano.

Al principio Miguel no entendió, pero cuando miró a su alrededor y descubrió los ojos llenos de odio de los curiosos que no eran curiosos sino interesados, los machetes bien cogidos por puños crispados y la papaya en el suelo, supo que no debía hacer ningún movimiento falso.

- ¡El licenciado es un hijo de puta que ha venido a desalojarnos de nuestros terrenos en interés de una cadena de centros comerciales y no lo vamos a permitir!- gritó una señora entre el grupo.

Le dijeron que la maleta debía desaparecer, que sólo el licenciado conocía los problemas jurídicos de propiedad de todos ellos, sólo él, y los papeles estaban en esa maleta. Le contaron que el licenciado, aturdido por el fuerte sol, se paró un momento debajo del papayo a tomar aire y fue en ese momento cuando cayó la papaya verde y dura sobre su cabeza.

- Casi lo mató, pero el hijo de su chingada se niega a morir- dijo el tipo del machete.

- Debemos darle la última antes de que llegue la policía- gritó alguien desde atrás.

Los dos socorristas no eran solidarios con nadie, pero tampoco tontos. Miguel asintió en silencio. Uno de los hombres tomó la papaya verde del suelo y con fuerza la reventó en la cabeza del licenciado, una y otra vez, hasta que uno de los socorristas le afirmó que había muerto.

El barrio ha prosperado, contaba Miguel. El papayo está bien cuidado, con una cerca, siempre limpio, con su agua cada tercer día y lo llaman Miguel.


Miguel contaba aliviado que no siempre encaró a la muerte como socorrista, pero las historias de los vivos prefería no contarlas porque aburría a la gente.


“La muerte juega sus partidas en todos lados, tranquila y coqueta. En la ciudad ella se siente a gusto, no es molestada, nadie la interrumpe y al que intenta escapar lo persigue hasta el final del mundo”

Miguel lo sabía desde que canceló el puesto de socorrista, por eso decidió lo que decidió y se murió a tiempo, en la ciudad, en un día cualquiera, sin testigos, sin Cruz Roja, sin ti y sin mi, sin contar cómo y en dónde, terminó así nomás, como estos puntos….









Texto agregado el 28-07-2006, y leído por 447 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
28-07-2006 JEJEJEJEJEJE, no comentarios... Razones obvias... madrobyo
 
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