EL PULMÓN PERDIDO.
Julio San Francisco
Esta noche me acostaré muy triste.
La tarde que se me perdió el pulmón yo andaba sumamente entretenido. Llegué a mi casa, le di un beso en la nuca a mi esposa que estaba poniendo alguna ropa en el perchero. Salí al patio a saludar a los niños. ¿Cómo está, señor?, le dije al varón. ¿Qué cómo está, señora?, a la hembrita, mientras les derrumbaba el muñeco del Presidente que componían con piezas de yeso sobre la lavadora. Estamos bien, joven. No nos moleste más y váyase a hacer los ejercicios, me dijeron los niños y se me colgaron del cuello para que los paseara entre los árboles del patio. Yo estaba acostumbrado a este juego con ellos, pero les dije no, hoy no, que es muy tarde, y empezaron a armar nuevamente el muñeco sin hacer mucho caso a mis últimas palabras.
Salí al patio a hacer los ejercicios. Enseguida comenzó a faltarme la respiración. Me pareció raro, pero no le di mucha importancia hasta que noté que hacia la parte superior derecha de mi espalda descubierta se pegaba algo que pugnaba por entrar a mis entrañas cuando más fuertemente yo aspiraba. Esa región me la sentía muy sensible. Dejé de hacer los abdominales y, elevé la mano izquierda a la altura del pulmón. Noté la cavidad en mi espalda. Evidentemente se me habían debilitado algunos músculos y huesos, se me había desprendido y se me había caído el pulmón. En su lugar tenía una hoja seca de naranjo. Me puse la camisa y, tratando de que mi esposa y mis hijos no descubrieran la anormalidad, entré a la casa y me bañé sin mayor esfuerzo que de costumbre. Sólo, eso sí, de cuando en cuando algunas gotas de agua salían por mi nariz. Llamé a mis dos mejores amigos y les conté lo que me había ocurrido. Me preguntaron qué pensaba hacer y les dije que pagaría un clasificado en un periódico. Ambos me dijeron resígnate a seguir viviendo sin un pulmón, pero no pongas ese aviso en los periódicos, no lo hagas se reirán de ti y no te lo devolverán, y colgué después de decirle sí, tal vez sí.
Esa noche me acosté temprano. Me tapé con una colcha y le dije a mi esposa que no, que tenía mucho sueño, cuando se me acercó de lado y corrió su mano de mi pecho hacia abajo. Qué raro, me dijo, tu aliento tiene olor a colcha, y, aunque un poco contrariada por mi respuesta, se quedó dormida rápidamente.
Al día siguiente, temprano, llamé al trabajo, informé que se me había perdido un pulmón y pedí una semana de licencia. Visité varias redacciones. En ninguna querían aceptar la publicación de mi solicitud porque se trataba, según el criterio editorial, de una práctica inusual y monstruosa, pero finalmente logré que un importante diario accediera a difundir el anuncio por el precio equivalente a todo mi salario de un mes. El siguiente amanecer compré el periódico. En la página de clasificados podía leerse bien destacado en un cuadro y con letras grandes, de acuerdo con la importancia que para mí tenía mi problema, y entre ofertas de automóviles del 91 y colecciones enciclopédicas renacentistas, PERDÍ PULMÓN CON ENFISEMA, AGRADEZCO SU DEVOLUCIÓN, la dirección de mi domicilio y mi teléfono particular.
Me visitaron mis dos amigos esa noche y me encargué de recibirlos en privado. Me informaron de que la misma mañana habían surgido en la ciudad varias hipótesis, que si se trataba de un loco, que si era una broma de poeta, que si se trataba de un especulador. Se comentó incluso que alguien se lo habría encontrado y se lo habría comido asado a la parrilla, pero yo no creía nada de eso. Yo siempre pretendí convencerlos de que la decisión del clasificado y el gasto de semejante suma no serían inútiles.
No se me crearon embarazosas situaciones públicas ni hogareñas, quizás sobre todo porque con mi licencia la familia completa quedaba de vacaciones. Mi esposa se preocupó algo por mi falta de eficacia sexual, mi poca concentración, y los niños llegaron a molestarse porque no me los colgaba del cuello por las tardes para pasearlos en helicóptero entre los árboles del patio, pero nada de esto sería totalmente irreparable. Podría entrenarme para seguir haciéndolo todo con un solo pulmón.
Transcurrieron varios días durante los cuales ansiosamente esperé al cartero y recibí las llamadas telefónicas. No llegaba el paquetito con el pulmón y nadie llamaba para darme la dirección a donde podría ir a recogerlo. Es probable que nadie se lo haya encontrado, empecé a pensar, y comencé a perder la obsesión por coger el teléfono y por abrir la puerta.
Concluyó la semana de licencia. Los niños se reincorporaron a la escuela, y mi esposa y yo, al trabajo, donde igualmente me preguntaron cómo había pasado las vacaciones. Ya nadie se acordaba del asunto del pulmón perdido.
Por las tardes me pongo un pulóver y trato de recuperar mi constancia en la práctica de los ejercicios. Les doy a los niños un corto paseo en helicóptero, pero por separado, sostenidos con el brazo izquierdo y con un solo despegue y aterrizaje. Mi esposa aún está muy deprimida porque no quiere creer que no me ocurre nada y frecuentemente toma somníferos y se queda dormida tan pronto como se acuesta.
Esta noche me ha visitado un colega. Me dijo que en el trabajo se había comentado, durante dos o tres días, que una joven pareja se había encontrado mi pulmón la misma tarde que se me cayó y cuando se publicó el anuncio lo echó al latón de basura para no tener que devolvérmelo. Y también me preguntó si sabía quién vendía tejas francesas porque él quería cambiarle el techo a la casa para ponérselo según un diseño que había visto en una revista.
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