El calor de agosto impregnaba los agotados cuerpos de la gente con el caliente y húmedo vaho de su aliento. Heinrich sudaba tanto, que llegó a creer que sus pensamientos comenzaban a derretirse y se le escapaban por los poros. Era el único turista sentado en una de las mesas de aquel céntrico local. El cabello rubio enjunto, con la transparencia castaña de su presencia, contrastaban con las cabezas oscuras y la piel morena de los clientes habituales. Los ventiladores giraban pegados al techo, como arañas enloquecidas; parecía que el aire se había extinguido en esa ciudad tan caliente y de las inagotables vueltas de las hélices no llegaba nada, ni siquiera el ruido de los motores que las hacían funcionar. La música rítmica de la marimba se mezclaba con la plática ininterrumpida de las personas que tomaban el café de la mañana en aquella cafetería llamada " Gran Café de La Parroquia", en una ciudad costera del golfo de México.
Un mesero llegó por fín a la mesa de Heinrich, con la guayabera mojada de sudor, de buen humor, y le preguntó mientras saludaba a alguien en la calle, que qué quería tomar. Heinrich pidió, en español gargareado, un "café lechero", que es la especialidad de la ciudad y unos huaraches. Mientras esperaba la orden, observó el local y la gente. Ante sus ojos con visión europea se sucedían las escenas más disparatadas y extrañas. Un hombre con apariencia costeña: pantalón corto, camiseta blanca y chancletas, intentaba vender "Choques eléctricos" a cinco pesos por persona. Si alguien se atrevía a comprar una porción recibía sus voltios de la siguiente forma: el vendedor les daba dos pequeños tubos de metal a sus víctimas voluntarias, y éstas los cogían sin temor, uno en cada mano. Esos delicados cilindros metálicos estaban conectados por medio de dos cables a una pequeña batería colgada en la cintura del buen hombre. Con ese sencillo e inofensivo sistema se pueden alcanzar hasta 240 voltios, suficientes para hacer llorar a cualquiera. Los que se atrevían a comprarle el placer doloroso eran normalmente hombres dispuestos a ofrecer una pequeña muestra de valor a sus amantes, borrachos que querían quitarse la resaca del día anterior o turistas gringos, que deseaban probarlo todo. Normalmente, cuando el vendedor no tiene prisa o está de buen humor, comienza con un suave golpe de pocos voltios y sube la carga sucesivamente, hasta llegar al punto en donde los más listos sueltan los ardientes tubos metálicos y los más tontos siguen aferrados a ellos, hasta que los ojos se ponen blancos y comienza a oler a chamuscado; todo acompañado de las estruendosas risas de los espectadores espontáneos. Ese día, el vendedor estaba con mala cara, así que los pocos atrevidos pagaron su valentía muy caro. El costeño eléctrico les aplicó la descarga más elevada sin avisar. Solo se escuchaban los gritos y las mentadas de madre, y cómo no, la risa de los presentes.
Heinrich observaba esa escena, imaginando el ardor de la electricidad recorriendo sus músculos. Mirando aquello no percibió cuando le colocaron el café y el huarache sobre la mesa. Quiso tomar un sorbo desesperado de café para quitarse el susto ajeno de encima pero se llevó otra sorpresa. En el vaso, casi hasta la mitad, había un concentrado líquido de café amargo, la leche faltaba. En ese preciso instante escuchó un ruido que no venía de la marimba y tampoco de la gente: Era un "tin" "tin" insistente que no cesaba. Heinrich buscó la causa y no tardó en encontrarla. El "tin" "tin" venía de las cucharitas de metal al ser golpeadas contra el cristal de las tazas o vasos por diferentes personas en las otras mesas, que como él, no tenían leche en su "café lechero". La marimba había cesado de hacer música y en su lugar se escuchaba un son cubano tocado por un trio, que en esa ciudad se escuchan con gusto; "a mí me gusta que baile Marieta, a mí me gusta que baile Marieta...", cantaban los mexiguajiros, con voz serena y chillona. Los sonidos caribeños comenzaban a confundirse con el calor húmedo de esa ciudad y con la traquilidad para vivir de la gente en aquella cafetería. Entre tanto, Heinrich hacía todo lo posible para llamar la atención del mesero, el cual pasaba junto a su mesa ignorándolo como sólo se ignora a la mierda en las aceras de la calle. Mientras todos los presentes en ese momento reían y platicaban alegremente, la neurosis teutónica de un europeo nórdico estaba a punto de explotar ante la exasperante y única pregunta del momento: ¡¿En dónde está la puta leche para el "café lechero"?! Heinrich iba a levantarse de la mesa para dirigirse hacia el mesero arrogante y gritarle con fuerza, en su mal castellano, lo que había pensado en alemán. De repente, un señor con cara divertida y un puro habanero en la boca lo llamó desde la mesa vecina y entre el humo que le tapaba el rostro, le dijo:
-Hey gringo, la cucharita, cógela y golpea contra el vaso, pa´ que el lechero te oiga y te traiga la leche.
-Yo no serr gringo - le respondió Heinrich - serr alemán.
-Da lo mismo amigo, igual no sabes cómo funcionan las cosas aquí - dijo el señor con el puro metido en la boca y continuó en lo suyo.
Heinrich comprendió por fin la razón del insistente "tin" "tin". En la cafetería había tres o cuatro jóvenes vestidos de blanco, con una gorrita ridícula en la cabeza. Cada uno caminaba por todo el enorme local con dos peroles llenos de leche caliente y se dirigían a donde el golpear de las cucharitas los guiaban. Eran los "lecheros" y su deber era llenar los vasos del "café lechero" con leche, por eso el nombre del café. Heinrich cogió su cucharita de metal y comenzó a golpear contra el vaso, primero con suavidad educada y luego con fuerza al notar que los lecheros lo ignoraban igual que lo hacía el mesero. Casi rompía el vaso con rabia, cesando al ver que venía uno de los lecheros hacia la mesa.
-Ya cállese que ya ´toy acá carajo, como si este trabajo no fuera lo suficientemente jodio - le dijo "el lechero" con mala gana.
El joven, con la gorrita ridícula en la cabeza y la camisa blanca sudada, le sirvió la leche caliente con la destreza que la rutina otorga y se fue sin decir nada. Heinrich tomó por fín un sorbo de su café lechero y lo disfrutó de tal forma, que el incidente anterior se le había olvidado de inmediato.
Después decidió probar el huarache que había pedido. El huarache es una pieza de pan cortado por la mitad y en ambos lados se untan frijoles negros refritos, se colocan algunas rebanadas de queso blanco encima, chiles verdes extra picantes, se deja fundir todo en el horno y listo, la especialidad de la cafetería está hecha. Algo sencillo pero muy delicioso para el desayuno. Heinrich cogió una mitad con sus blancas manos. En el preciso momento en que intentaba metérsela a la boca, notó un silencio desacostumbrado y la forma disimulada con que la otra gente lo observaba. Hizo como que no notaba nada y mordió. Masticó tranquilamente, pero algo se respiraba en el aire, algo que él no podía explicarse, pero lo sentía. De pronto, todo se puso caliente en su boca y un ardor se le metió primero en el paladar, luego en la lengua y así, hasta llegarle al alma. Heinrich no podía verlo, pero sabía que los ojos se le habían puesto rojos y las lágrimas comenzaban a huir; en realidad todo hubiese querido salir huyendo de aquel cuerpo invadido por el picante de un buen chile verde mexicano, pero sólo un grito logró salir desde el fondo del infierno, por la boca:
-¡¡Camarreero, aguaaa porr favorr!!
El mesero, que hasta ese momento había observado la escena, dio la vuelta y siguió con su trabajo, ignorando como siempre al alemán. Las otras personas que habían mirado al rubio neurótico disimuladamente, como si anticiparan aquel suceso, reían ahora con carcajadas costeñas y estruendosas. Heinrich se prometió a sí mismo, en ese momento, mientras sufría, que mañana desayunaría en el restaurante del hotel.
Al día siguiente, en el " Gran Café de La Parroquia ", estaba Heinrich sentado bajo los ventiladores incansables. El calor húmedo se esmeraba sin tregua por hacerlo sudar. Allí permanecía el hombre de ojos azules, dispuesto a vivir de nuevo la misma odisea de ayer. Esta vez intentaba, como en el día anterior, llamar la atención del mesero. Aquello era mejor, comparado con el desabrido "desayuno continental" del hotel y la aburrida compañía de los otros europeos y gringos que deseaban estar entre ellos, evitando cualquier contacto con el resto de la población. Además, el "café lechero" de aquel lugar era exquisito: un café preparado con los mejores granos y hecho en esa máquina del siglo pasado importada de Turin, de donde salía un espresso y un concentrado estupendo.
En esta ocasión, sin embargo, el mesero lo atendió rápidamente y con una sonrisa amistosa. Al "café lechero" le llevaron la leche sin demora y el huarache le fue servido sin el veneno diabólico del chile. Heinrich había resistido la prueba del día anterior con tolerancia y era bien recibido. |