LA HORA
El viejo reloj Delvana de mi padre, delicado regalo de mi madre en los primeros años de matrimonio, despertaba mi curiosidad. Especialmente después de una exhaustiva limpieza y pintura verde claro para su fondo y el imponente nombre “Miguel Barrera Lazo” impreso en su interior.
Ese día en particular, sentado en un banco de nuestra iglesia, me sorprendí tomando la muñeca de mi padre, analizando el incesante recorrido del segundero.
Para mi sorpresa después de cinco vueltas el minutero avanzaba en un “palito”, por lo que deduje que entre “palitos” había cinco minutos. Sólo era cosa de contar entre cinco y cinco.
Después de este recorrido lento y preciso del minutero en los 360 grados del reloj, me di cuenta que el “palito” más chico avanzaba siguiendo la misma lógica.
Si mi razonamiento era verdad, mi descubrimiento me colocaría en una posición privilegiada entre mis hermanos.
Hasta ese entonces, nuestro acercamiento con el reloj era dictar la posición de los “palitos” grandes y chicos a mi abuela quién traducía de una manera inexplicable la hora precisa: “ el palito grande esta en el dos y el chico en el ocho”, "las ocho diez” diría la abuela.
Sin embargo, ese día parecía que yo había descubierto el proceso. Sólo restaba preguntarle a quién generalmente tenía las respuestas..., mi padre.
Mi pregunta fue silenciosa, típica de un niño tímido que no quiere exponer su interrogantes, pero también porque el sermón estaba en pleno desarrollo y no se nos permitía hablar en el ínter tanto.
Ante mi pregunta, recibí una sonrisa cómplice de mi papá como respuesta, me despeinó con su mano señalando su aprobación por mi descubrimiento, trasmitiéndome su acostumbrado calificativo: “malencachao” (léase “mal encachado”).
Eso era suficiente, yo lo había descubierto, era un logro para un niño que no llegaba a los diez años.
Después de todo para algo servía la iglesia..., ese día yo aprendí a ver la hora.
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