No puedo creerlo. ¿Por qué tiene que ocurrir esto de nuevo? ¿Por qué siempre pasa lo mismo? Cada vez que comienzo a creer que esta vez será distinto, que la gente sabrá respetarme, me dan la espalda. Quiero desgarrar las almas de esos infelices. Quiero hacerlos sentir tan miserables que no tengan las fuerzas para levantar sus cabezas.
Estaba agotada. Sus ojos café brillaban con la ira que ilusamente trataba de ocultar. Quería llorar, quería despedazar su alma de aquel resentimiento. Pero la frustración era tan grande que no lograba derramar las lágrimas que le traerían tranquilidad. Miró su repisa llena de libros, sus cuadros, sus apuntes. Todo había sido en vano. Un solo hombre había dado vuelta su destino. Miró rápidamente en todas las direcciones. Tomó las llaves de su casa y salió a paso apresurado.
La neblina de las calles dificultaba su vista. No distinguía bien a las personas que pasaban a su lado. Todos parecían ir de manera determinada hacia algún lugar, con paso firme y sin mirar a su alrededor empujando a quien quiera que se cruzara en su camino. Ejecutivos con terno, corbata y maletines desgastados en sus manos. La mirada fija hacia delante e ignorando al mundo entero. Mujeres de todas las edades, imitando la vestimenta de los hombres y creyendo que gracias a ello podrían conquistar el triste “mundo varonil”. Mujeres, tantas de ellas como Lena, que habían abandonado su dignidad, su esencia femenina y sus verdaderos anhelos para encajar en un grupo que jamás las aceptaría.
Una enorme nube parecía acaparar la ciudad. Comenzó a llover con fuerza. Las calles de Providencia se encontraron repentinamente desoladas. Únicamente se escuchaban los tacos de Lena golpeando contra la vereda y alguna que otra micro que pasaba rápidamente salpicando agua. No tengo paraguas. Quisiera llamar a alguien. Necesito un café.
Con su largo pelo negro ondulado y empapado y su abrigo que asemejaba a un trapo mojado, la joven, que no superaba los 25 años, entró a una aislada cafetería ubicada en alguna desconocida calle del nombrado barrio. Miro a su alrededor y no había nadie. Pequeñas mesas redondas vacías, música de jazz suave, un estante con libros para que los transeúntes pudieran leer en soledad. Justo lo que quería.
Se sentó en un rincón junto al balcón del recinto. La lluvia golpeaba contra la ventana. Se podía escuchar el soplido del viento. Los pocos árboles del exterior movían sus ramas sudadas de un extremo a otro. Las hojas muertas inundaban la calle.
- Me trae un capuccino por favor.
- De inmediato. Lo quiere con algún sabor. Tenemos caramelo, amareto y butter scotch.
El mozo era joven, no muy apuesto. Probablemente se trataría de algún estudiante universitario que trabajaba media jornada para cubrir sus estudios. Lena vio su cálida sonrisa y no pudo evitar sonreír en respuesta.
- No, un capuccino normal. - Respondió riendo levemente.
Estaba más tranquila. Tenía la mente más despejada. Ahora podría pensar. Qué hacer, qué hacer. Llevo cinco años en este juego. Demasiado tiempo esperando. No tengo nada concreto, sólo promesas tras promesas. Ya no quiero palabras vanas. El esperado café llegó justo cuando Lena se había propuesto continuar leyendo Ana Karenina por tercera vez: “Su desesperación aumentaba con la conciencia que tenía de encontrarse completamente solo con su dolor. Ni en San Petersburgo ni fuera de allí tenía persona alguna a quien pudiera hacer participe de sus sentimientos, alguien que pudiese comprenderle, no como a un alto funcionario y miembro del gran mundo, sino simplemente como a un hombre afligido.”
La escasa lectura la había hecho volver a sus preocupaciones. No podía concentrarse. Sus pensamientos divagaban en otros asuntos. Probó una cucharada de crema. Sintió cómo se fundía en su boca la suavidad y el dulzor de la nata mezclada con un leve sabor a café. Mmm, delicioso. Mezcló la crema con el café y tomó un sorbo rápido. Cerró sus ojos por unos instantes. Quería dejar de pensar. Su mano derecha jugaba con sus rizos mientras la izquierda sostenía el libro semiabierto.
El garzón miraba a la inquieta mujer. Se preguntaba en qué lugar estarían los pensamientos de la joven.
- ¿Se siente bien señorita?
- Sí, sí, es sólo que… No importa. ¿Me puedes traer la cuenta? – contestó débilmente.
La lluvia había cesado. Corría un viento frío que parecía irrumpir su cuerpo. Prendió un cigarrillo. La primera piteada siempre es la mejor. La nicotina había sido su única adicción desde los doce años. Aún recordaba el sentimiento de libertad que había sentido después de fumar por primera vez en el baño de la casa de sus abuelos. Sabía que era malo para su cuerpo, pero aquello no importaba en esos instantes: estaba forjando su propio destino, no había nadie que pudiera controlarla.
Necesito descansar. Con ese pensamiento se dirigió a su “loft” en Av. Italia. Todos los meses tenía que pagar $150.000 pesos por el arriendo. No era tarea fácil para una joven que recién estaba ingresando al mundo laboral. Sin embargo, jamás se quejó de escasez. Se sentía realizada pagando con esfuerzo aquel espacio que era exclusivamente suyo. Hace un par de años ya que vivía sola. Jamás le incomodó la soledad, al contrario, disfrutaba cada momento compartido consigo misma.
Se tiró en su cama de dos plazas. Aquel “boxspring” había sido la inversión más grande de su vida. No acostumbraba a despilfarrar el dinero, pero en cuanto vio aquella tentación en la vitrina de una multitienda pidió que se la dieran en siete cuotas. No hay nada mejor que sacarse los zapatos después de pasar la tarde caminando. Sin darse cuenta se quedó dormida sobre el plumón azul.
Dos horas más tarde, cuando comenzaba a llover nuevamente, Lena despertó. Miró por el ventanal de su pieza y vio que ya era de noche. No se veían las estrellas y la luna no iluminaba la oscuridad de la ciudad. Tomó el teléfono que tenía sobre su velador y se quedó mirando el artefacto por unos minutos. ¿Qué hago? Se lo que tengo que hacer, siempre lo he sabido. ¿Por qué dudo tanto? Tengo que dejar mis temores de lado. Debo ponerle freno a esta situación. ¿Lo llamo? Sí, por supuesto que sí. Tengo que ser fuerte.
- ¿Aló? ¿Mauricio?
- Sí, con él. ¿Quién habla? – Contestó una voz indiferente al otro lado del auricular.
- Hola, habla Lena. – Su voz comenzaba a tiritar.
- Ah, hola. ¿Te puedo ayudar en algo?
Mantente segura. Termina con este martirio.
- Estas despedido. – Dijo después de unos segundos con firmeza.
- ¿Qué? ¿Cómo que estoy despedido? ¡Sí estamos en la mitad del juicio! – Respondió el abogado incrédulamente.
- Así es, estás despedido. Adiós.
Lena respiró con cierto alivio. Aún le quedaba dar el paso más grande. Pero ya había avanzado y había derrumbado uno de los obstáculos. Sólo quedaba una barrera más y se vería liberada de todo el embrollo que la consumía desde hace tiempo. No hablaba con su padre desde hace doce años. En vano había intentado comunicarse con él, pedirle que se responsabilizara por los hijos que había traído al mundo. A los veinte había tomado la determinación de pedir legalmente lo que le correspondía de la herencia de su madre. Sabía que su padre no estaría interesado en hablar con ella. Lo conocía demasiado bien a pesar de los pocos años que vivieron juntos. Tal vez no debería llamarlo. ¿Para qué? Todo seguirá igual… sí, todo seguirá igual en el mundo externo. Pero dentro mío no. Debo exterminar este fantasma que me atormenta constantemente. Tengo que desprenderme del pasado. Nuevamente miró el teléfono. No tenía necesidad de buscar el número telefónico, ya lo conocía de memoria. Jugó un rato con los botones.
- Papá.
- ¿Lena? – Preguntó la familiar voz.
- Sí, soy yo. Tu hija. – Replicó mofándose.
- ¿Qué quieres?
- ¿De ti? Jamás he querido nada.
Las palabras comenzaron a salir de sus labios sin que Lena tuviera mayor noción de lo que decía. Lo único que tenía seguro en esos instantes era el alivio y la satisfacción que sentía al dejar sus pensamientos al descubierto después de haber vivido tantos años en silencio.
Tiemblo, mis manos están heladas. Sin embargo hay algo extremadamente agradable en todo esto. ¿Quién más que yo misma me pude haber estado impidiendo ser feliz durante todo este tiempo? Extraña cosa la mente humana.
- Lo más amargo de tu vida no es que no tengas a nadie que te quiera. Lo trágico es que fuiste incapaz de amar, aunque fuera a una sola persona. Morirás sin saber lo que se siente llevar en el corazón la emoción más hermosa del mundo.
Sin darle tiempo a su padre de contestar, Lena finalizó la comunicación. No recordaba la última vez que se había sentido tan aliviada. Prendió nuevamente un cigarrillo. Mientras jugaba con el humo que salía de su boca, se dio cuenta que ya no tenía necesidad de aquel veneno. Apagó el último cigarro que se habría de fumar en su vida y durmió con una tranquilidad insaciable.
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