Santiago se dejó caer de rodillas sobre la tierra. El demonio de ojos de color indescriptible lo miraba fijamente a la cara. El muchacho evitaba la mirada. Detrás de él, un ejército entero esperaba la orden. Santiago no sabía el momento preciso: sólo esperaba. Sabía que los ángeles no lo abandonarían.
Contempló el ejército que tenía en frente. El demonio de los ojos de color indescriptible abrió las fauces y una tempestad tremenda salió de aquella boca de bestia mítica. De pronto, vomitó su propio ejército. Eran cientos, mil demonios, demonios alados con forma esquelética, lenguas de serpiente y ojos de culpa.
Santiago tembló un momento. Dudó de la fuerza de los ángeles. Era cierto que ellos también podían volar, pero los otros (los demonios) tenían aquellos ojos de culpa que en una fracción de segundo lo habían derrotado a él mismo. Además, a primera vista, los superaban en número.
-Mierda- balbuceó.
Se levantó con dificultad. Había visto sus debilidades, pero los ángeles también tenían fortalezas, y debía confiar en ellas. Estaba listo para dar la orden.
-¡AHORAAAAAAAAAAAAAAAAAA!
No obstante, en el segundo mismo en que gritó, el espejo que tenía en frente se quebró, dejando ver las filas de ángeles, preparados para la defensa. Entonces, sólo entonces, se volvió. Con horror, contempló que su propio ejército estaba conformado por el demonio de ojos de color indescriptible y sus súbditos.
Santiago despertó del sueño, temeroso, sabiendo que era inevitable librar la misma batalla en el mundo real, sin tener la certeza de qué lado estaba. |