Y Partió, brújula en mano buscando aquello.
Su única compañía, las estrellas, su rumbo: impredecible.
El Desierto desoló su alma, y el viento tomó el poder sobre el silencio,
Haciendo gran estruendo de su grandeza, en un silbo apacible maximizado por nada más.
Buscó, buscó y buscó y por más que su brújula siguió, solo veía desierto,
Millones de granos, tantos como las estrellas, pero juntos y significativamente más pequeños, sin luz y de otro color… diferentes. Y el viento: gobernando el silencio.
Una hora pasaba y aplastaba los minutos, de a grupos de sesenta, pasaba y pisaba, como a pequeñuelas sabandijas procurando avanzar sin fuerzas, desapareciendo bajo la huella de una nueva hora, que no duraba ni un segundo sin que una nueva hora pasara sobre ella.
Rendido, sin fuerzas, sin horas ni esperanza, a contar la arena se dedicó, dándole la espalda a las estrellas en el suelo se enfocó y ahí quedó. Entonces el viento se quebrantó, y ya no gobernó.
Pronto, entre una inexorable asociación sin control, pues no fue nada natural, sino que trascendió al viento, le hizo callar y en silencio se humilló, comprendió finalmente, brújula en mano, que aquello lo encontró, y lo tomó y lo amó.
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