II
Los nombres eran únicos e irrepetibles y de allí que se utilizaran complicadas fórmulas para crearlos. Los nombres tradicionales habían dejado de utilizarse desde que la Gran Ordenanza había estipulado que para evitar errores de identificación, cada ser humano llevaría un apelativo que no podría heredarse ni emularse. Por ello, existían en la vastedad del mundo, un solo Denavares, una sola Matricia (derivado de una lejana antecesora llamada Patricia) y si llegaban los hijos, estos recibirían los nombres que les designara la computadora comunal o bien los que diseñaran los especialistas, quienes contaban con millones de nombres disponibles en su ordenador.
La vida era, más que nada, simple supervivencia, puesto que todos evitaban provocar a sus semejantes como una sensata medida para mantenerse a salvo. La palabra era un arma poderosa que bien podía destruir a una familia completa o bien, en algunos casos, transformarse en una especie de boomerang que acababa con el propalador.
Como ya se puede suponer, enormidad de pancartas con esta leyenda tapizaban la ciudad: “En esta sociedad sólo existe gente joven, sana, capacitada, prudente y honesta”. Esta misma honestidad era la que permitía que no se discutiera acusación alguna y que el imputado fuese enviado a las irónicamente llamadas salas demográficas.
Denavares, sin embargo, en lo más escondido de su mente, amaba a Ris45465, una hermosa chica que vivía a escasas cuadras de su casa. Era un amor soterrado, perverso, silenciado y mantenido oculto hasta para los latidos de su propio corazón. Temía incluso que, dormido, ese nombre amado se escapara de sus labios para llegar al oído alerta de Matricia. Por lo mismo, en sus ensoñaciones la nombraba con el nombre de su esposa para, de ese modo, engañar a su subconsciente...
(Continúa)
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