CELOPATÍA
La cara de Elena es un poema al verme entrar, después de dar un traspié, por la cancela de la puerta. Veo en su cara mi cara, huelo en su pena mi pena y escucho en su callada rabia mi rabiosa rabia. El olor a alcohol que desprende mi aliento y la falta de excusas a mi habitual tardanza llenan la estancia de un callado, doloroso y justo reproche. Me merezco todos los exabruptos e insultos del diccionario de los agravios, pero de su boca, de la voz de su alma no sale nada. Sólo calla y me mira, mientras sus ojos me hablan a gritos y me preguntan ¿ por qué a mí, por qué a mí? Yo con la sonrisa boba de los bobos borrachos, me encojo de hombros y me pregunto que ¿por qué a mí, por qué a mí me tuvo que pasar lo que tú sufres ahora?
Imagino a Elena durante las horas muertas antes de mi llegada, esperando en la cama impaciente de esperar, durmiendo sin poder dormir y sufriendo sin merecer sufrir. Como un adivino, leo sus pensamientos e intuyo sus movimientos y sé que ella, como me pasó a mí, se inventa historias que le duelen, me escucha tras las puertas, registra mis bolsillos y huele mis ropas, por si no huelen a mí. Noto el salado gusto de sus ojos, repletos de una aguada mezcla de pena y rabia que mana de las hundidas y húmedas fosas donde yacen. Siento en su estómago la coz del asno rabioso que la golpea cuando imagina ardientes besos y abrazos que nunca di. Ese ardor terrible que se te planta en las entrañas es tan difícil de desalojar como un indeseable y persistente inquilino; ese dolor lo huelo en la arrugada cara de Elena, que me implora con su muda voz, “para por favor, para, no quiero que tú me duelas”
Me miro y me remiro y lo que veo no me agrada, no me gusta. Mi angustia no termina de pasar por la estación de mi corazón; ¿por qué siempre lleva retraso en partir? Me recuerda tanto a una vieja parada de tren: la casa sin techo ni ventanas, las vías muertas y de ese lugar de partida, no parte nada. Me gustaría ver como llega el tren, subir por el pescante, oír los banderazos del jefe de estación, notar el dulce sabor del pitido del tren y partir. Flotaría mi alma, por fin sin pena, si al asomarme a la ventana llena de vaho del viejo tren pudiese ver como las penas y las melancolías pasan ante mí a toda la velocidad, como los postes de la vía ante los asombrados ojos de un niño.
Pero mi sentimiento eligió su camino y el cuerpo me exige, por lo menos ahora, compartir mi sufrimiento, aunque el otro no quiera. La falsa e imaginaria vida, nacida de un doloroso parto cuyo padre son los celos, provoca en Elena y ya no tanto en mí, una sensación de angustia imposible de controlar. No debo mirar a ninguna mujer, está prohibido bromear con mis primas, no necesito arreglarme para nadie, la calle está vacía, ¿qué se me ha perdido allí? Elena te comprendo, te entiendo y te apoyo porque yo también fui vigilante de sentimientos. Como tú, fui egoísta porque sólo quería que María, mi antigua y pasional novia, fuera mía, que no respirase nada que no fuese yo, que no saciase su sed con nada que no fuesen mis húmedos besos.
Mi dolor no me deja sentir el de Elena y a veces creo que dos sufrimientos juntos hacen más llevaderos el de uno mismo. Aunque no siento su dolor comprendo sus celos y mi conciencia, sí que la tengo, me grita llena de ira que no le siga haciendo daño. Escucho sus airadas demandas pero no hago caso y salgo y bebo y sufro y provoco en ella dolor, más dolor. No gano nada, pero tampoco pierdo, bueno puedo perderla a ella. Sin embargo, no me importa porque mi sufrimiento no deja que el de los demás pueda aflorar a la superficie a tomar una bocanada de aire fresco.
Cuando cambio alguna de mis costumbres, como llegar más tarde o peinarme y afeitarme con mucho esmero y cuidado, sé que Elena acecha mis movimientos. Vigila como yo observaba los movimientos de María cada vez que tenía una comida o llegaba contenta y radiante del trabajo. Si me daba un beso cuando llegaba, yo sospechaba, porque eso indicaba que no tenía la conciencia tranquila. Si no me lo daba, se delataba porque no quería que la oliera. Si aparecía contenta había estado con su amante, pero si llegaba triste había discutido con él.
¡Pobre Elena! La entiendo y sé lo que sufre pero mi dolor no me deja ver nada más que no sea mi propio sufrimiento. Por eso, aunque sé que soy injusto y cruel, le he pasado el relevo de los celos y espero que ella pronto pueda pasar el testigo a un tercero que irá absorbiendo poco a poco, como ella a mí, su dolor.
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