Me he tragado una canción

No es la primera vez que me pasa. Según mi médico, el diagnóstico empieza a ser preocupante. El problema es que ni me importa ni le doy crédito alguno. Es más, sigo montando mis conciertos en el coche.

Aprendí a hablar cantando a los ochenteros Mecano: sabía todas sus canciones de memoria. Aunque ya han pasado dieciocho años, mi familia aún me reprocha las noches de insomnio que les brindé: si no disfrutaba del repertorio de Descanso dominical era incapaz de dormir.

A los ocho años, el menú de la cadena de música de mi habitación consistía en altas dosis de Celine Dion y Gloria Estefan. Aquellos eran los primeros síntomas de mi inclinación por la poliglotía, aunque en realidad sospecho que subyace en alguna que otra melodía de John Denver.

La adolescencia me asustó, invadida por la sensación de que mi deber era el de elegir lo que escucharía el resto de mi vida. Como buena rebelde influenciada por Jeannette, aquí empezó mi afición por tragarme las canciones. ¡Una persona tan ecléctica como yo no podía permitirse el lujo de quedarse sólo en un estilo musical!

Después llegaron las míticas frases de mis padres sobre los estridentes artistas que, por unos minutos, se hacían notar en mi casa, y su manía por Shakira, que consiguió arreglar las desavenencias familiares existentes gracias a la tortura.

Amiga mía, a ver si uno de estos días por fin aprendo a hablar sin tener que dar tantos rodeos. Vaya, creo que me he tragado una canción.