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La brisa del mar acaricia los cuerpos desnudos tendidos al sol ibicenco.

Sergi sonríe y se pregunta cómo han acabado metiéndose en el agua sin ropa. Lucía está completamente loca, piensa, y suelta una carcajada. Es ese exceso de locura el que le hace estar perdidamente enamorado de ella.

Llegaron a la isla pitiusa con ganas de evadirse de su monótono ritmo de vida, de desconectar de sus aburridos trabajos, de huir de la feroz capital. Querían relajarse y sentir la sangre correr por sus venas con la mayor fuerza posible.

Lucía duerme tranquila. Hace una hora, nadaba como la más mitológica de las sirenas: su largo cabello de profundo color negro cubría sus hombros mientras las olas bañaban su cuerpo. Batía sus piernas con la gracia de quien pertenece al mar y no teme que el frío paralice sus tobillos.

Sergi no es tan lanzado, así que después de cinco minutos dentro, decidió salir del agua. Lucía le siguió a la media hora, y estaba tan agotada que sólo pudo tirarse literalmente a descansar.

Ahora, Sergi, tumbado sobre su arrugada camisa, contempla el cuerpo tostado por el sol de su novia. Ella es la perfecta compañera de viaje.

Al tiempo que admira su bello rostro, Sergi canturrea la canción de Lucía, de Joan Manuel Serrat, y ella se despierta al oír su nombre. Le abraza y le muerde un poco la oreja, y vuelve a su posición anterior. Reposa su cabeza sobre su falda y su camiseta blanca, que actúan de improvisada toalla.

Él pensó desde el primer día que su pequeña tenía cuerpo de guitarra española, que las hebras de su pelo eran cuerdas capaces de tañir los acordes de las más hermosas melodías, que podría posar sus dedos sobre ella y hacer una canción de una caricia.

Lucía coge su mano y comienza a espolvorear arena entre sus dedos. Ríe, y le dice: "Cariño, ¿sabes que las partículas brillantes de la arena esconden un secreto?". Él, divertido con sus ocurrencias, pregunta: "¿Y cuál es, Lu?". "El de la felicidad".

Sergi revuelve el flequillo de Lucía, y un escalofrío recorre su espalda. Se alegra de estar allí, de que se bajaran corriendo del coche, de que rodasen por la suave arena, de que se despojasen de sus ropas en menos de un minuto, de que se sumergieran en el agua y resucitasen como almas gemelas. Ahora ellos también guardaban un secreto. Se alegra de que estén enamorados.

Lucía se echa sobre su pecho y acaricia su mejilla. Le besa con ternura y le pide que prolonguen su estancia en el hotel. Remata su frase con un suave y profundo "te amo".

La brisa recorre los cuerpos desnudos tendidos al atardecer ibicenco. Un hombre y una mujer que representan 525600 minutos de unión, un año de amor, preludio de los que están por venir al son de las olas.

Texto agregado el 25-07-2006, y leído por 87 visitantes. (0 votos)


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