margaritazamudio
EL PRISMA
Un prisma de acero y cristal lo esperaba en la acera como un amigo paciente y solitario. Corrió hacia él para verlo de cerca, pero ya había una cola de unas cincuenta personas esperando su turno.
Lo trajeron aquella mañana en un enorme camión. Abrieron las puertas del contenedor que chirriaron siniestramente. La expectación de los vecinos era tan grande, que, escandalosos como habitualmente eran, permanecían mudos y expectantes y casi no respiraban. Unos hombres forzudos bajaron una especie de catafalco de madera, abrieron el cajón, y cuando esperaban que de allí saliera la momia de Tutankamon o una estatua para la plaza, lo que contemplaron aquellas cincuenta personas, fue el extraño prisma.
Entre ellos, (casi todos los habitantes del pueblo, si exceptuamos a los enfermos o impedidos, pues hasta los pocos niños de pecho estaban allí con sus madres,) se encontraba Manolo. Nunca, desde que vino el Rey, allá por los finales del XIX, se había visto tal algarabía y expectación. También la hubo cuando trajeron el agua corriente a las casas, y fue toda una fiesta ese día, o mejor dicho, esa noche, en las que todas las farolas de las calles se encendieron con la luz eléctrica. Pero esto…era distinto. Nadie le había explicado a Manolo qué demonios significaba aquel prisma, y para qué diantres servía.
No preguntó por vergüenza y para que no lo tildaran de tonto y atrasado, pero observó a la gente desde una distancia prudencial, haciendo como que pasaba olímpicamente del tema, pero tratando de no perderse nada de lo que allí estab sucediendo.
La gente abría la puerta de acero y cristal, entraba en el transparente prisma, agarraba algo con un rabo muy largo, tocaba con sus dedos la pared y se ponía en la oreja aquella cosa que semejaba un asqueroso animalejo ¡y parecía que hablaban! Pero ¿con quién? ¿solos, o se habrían vuelto locos?
Cuando toda la fila terminó de usar el estrafalario objeto ¡por fin! le llegó el turno a Manolo. La noche había llegado y las farolas, cuyas lámparas aun permanecían enteras, a pesar de las pedradas de los chiquillos. Manolo avanzó hasta el misterioso cajón, abrió la puerta y entró, descolgó de una especie de gancho el aparatito de marras, no sin antes comprobar que no mordía, se lo puso en la oreja y…un chirrido, un pito discordante casi le revienta el tímpano, soltó aquello que quedó colgando y balanceándose de manera ominosa y corrió con todas sus fuerzas mientras gritaba:
“¡Al carajo con estos inventos!”
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kanenas
Historias entretejidas
Yo vivía en el salón de una residencia elegante de París, silenciosa y cubierta de polvo, hasta que ella me despertó. Quiero contar su historia, que es la de mi renacimiento.
La casa era de propiedad de un turco muy rico, que tenía un negocio en los Campos Elíseos. Allí exponía y vendía a precios exorbitantes las alfombras que compraba por poco en Turquía. Este hombre riquísimo tenía una vida desdichada; su joven esposa había muerto al dar a luz a una niña a quien llamó Chantal. La huérfana era delicada de salud y crecía rodeada de cuidados, lujos y sirvientes, pero estaba siempre sola y a los siete años su rostro de porcelana no reflejaba nada semejante a la alegría. Para darle una compañera de juegos, el padre, al regresar de uno de sus viajes le trajo un regalo: había “comprado” una de las niñas que tejían las alfombras en un pueblo cercano a Esmirna. Los padres, pobres artesanos cargados de hijos, no pudieron negarse ante la enorme cifra que el importador les ofrecía por la pequeña Kartya y dieron su autorización para que se la llevara a París. Chantal y Kartya crecieron como hermanas. La turquita nunca volvió a ver a sus familiares, se adaptó sin dificultad a su nueva vida y aunque, con el tiempo, el recuerdo de su infancia se iba desdibujando, a veces sufría de nostalgias por los suyos y por su país. En esos días de melanconía, entraba en el salón en penumbras, se acercaba a mí, me acariciaba, y a pesar de no saber música, conseguía arrancar de mis cuerdas, maravillosas cascadas sonoras, con sus manos de hada.
Mientras me daba vida, estoy segura de que ella imaginaba estar tejiendo una alfombra multicolor, salpicada de arabescos, flores y pájaros.
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astigitana
El Premio
Los participantes esperaban expectantes la orden de salida. Todos pensaban en el premio sorpresa que les habían prometido.
¿Qué podría ser?
Durante toda la mañana lo habían estado anunciando por el altavoz.
Participen señores, pasen, apúntense. El primero que llegue a la meta, se llevará el premio soñado por todos ustedes. Pasen, pasen, no se arrepentirán.
Fueron muchos los que pasaron a informarse y tras leer las bases pocos los que se apuntaron. Estas eran muy simples:
Concursantes del género masculino, de entre cuarenta y cinco y cincuenta años. El concurso consistía en una carrera de doscientos metros, con una serie de obstáculos que debían salvar. El primero que llegara a la meta se llevaría un premio sorpresa, que no podría abrir hasta llegar a su casa.
En todo ello pensaban nuestros amigos, cuando escucharon el pistoletazo de salida.
Comenzó la carrera. Estaba claro que todos querían llegar el primero , pero poco a poco se fue destacando un hombrecillo que corría, se arrastraba y saltaba obstáculos con una pasmosa facilidad.
El hombre llegó a la meta aclamado y vitoreado por toda la concurrencia, todos le felicitaban, le subieron a hombros y le pasearon por todo el recinto. Se sentía feliz, no cabía en sí de gozo. Bailaba, reía y disfrutaba de su momento de gloria.
Al llegar la noche le hicieron entrega de su premio. Un paquete plateado atado con una cinta negra y una etiqueta con detalles dorados, donde se podía leer:
¡No me abras! ¡Enhorabuena señor! Ya sabe que no puede abrirlo hasta llegar a casa, y para que no caiga en la tentación, dos de nuestros hombres le acompañarán y le dejarán en su misma puerta.
Dos hombres altos y fornidos, vestidos de negro, acompañaron a nuestro intrigado concursante. El camino se le hizo eterno, el silencio era total. Respiró aliviado al llegar a su puerta. ¡Al fin en casa! Pensó.
Se despidió de sus acompañantes y entró directamente al salón con pasos apresurados. La impaciencia se reflejaba en sus movimientos.
Con dedos temblorosos soltó el lazo y abrió la caja. Su contenido cayó al suelo con un golpe estrepitoso.
El horror se reflejó en sus ojos. ¡Y un alarido mortal resonó en el silencio de la noche!
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