Tenemos un hábito masoquista demasiado extraño para poder comprenderlo.
Escuchamos música deprimente, vemos películas deprimentes, imaginamos situaciones deprimentes. Todo en un afán de sufrimiento. Todo en un afan de morbosa automutilación.
Es que nos clarifica, nos vulnerabiliza, nos hace caer.
Y nos encanta caer.
Nos encanta tender las manos al cielo, mientras estamos en el suelo, para que nos ayuden. Nos fascina depender de otros. No podemos vivir sin otros.
Dependencia terrible, por lo demás, pero también necesaria, también reconfortante.
Caimos mil veces por similares situaciones sin aprender nada. Sólo cambian las situaciones, el contexto. Porque todo es un todo de lo mismo.
Es inconcebible, pero es así.
Llega a un punto en que incluso te das cuenta porque y en qué momentos te gusta más caer. Y lo hacemos a propósito, incluso premeditadamente. Nos volvemos actores y actrices sorprendentes, intimidantes. Nadie llega a saber jamás qué mentiras podemos expresar con nuestros propios ojos, que dicen ser la "ventana" del alma. Eso es mentira. Los ojos son la ventana de nuestros escenarios, de nuestras actuaciones, de nuestros estudiados y calculados parlamentos. No somos sinceros, realmente no.
Mentimos por naturaleza, y nos encanta. Nos sentimos orgullosos al mentir y percatarse de que nadie nota que lo hacemos. Nos parece un don, una sutil habilidad.
Y, ambiguamente, expresamos siempre que odiamos la mentira, que la aborrecemos. Renegamos de ella. Es como un amigo avergonzante que nos acompaña siempre, sin evitarlo. Y... sinceramente... que realmente no queremos abandonar.
Es tan mala? Es tan terrible?
No. Nada es blanco y negro. Existe el gris. Y todos somos grises. Todos somos una mezcla de matices. Una amplia gama. Pero como en cualquier equilibrio, no existe el blanco, no existe el negro. los extremos se omiten. Todos somos centros.
Aunque nadie se da cuenta. Nadie quiere admitirlo. A pesar de todo... también nos encanta creer que somos buenos. Que lo malo no alberga en nosotros...
Sonrisas, por favor.
Deseamos mal a alguien cuando no nos conviene que le valla bien y odiamos a todo aquel que nos haga la vida imposible. Robamos sin darnos cuenta, matamos el ambiente casi como si tuvieramos tal derecho, perjudicamos a otros en nuestro propio beneficio. Y encima de todo, reprochamos a los otros cuando nos lohacen a nosotros.
Quién lanza la primera piedra, por favor? Estoy esperando.
He mentido, he robado, e odiado, he deseado mal, he envidiado, he perjudicado. Incluso he sido capaz de traicionar. Si, incluso eso. Remordimientos?
Leves, no alcanzan a hacerme sentir mal.
Es curioso como no estudiar me produce más remordimientos que desearle algo malo a alguien a quien aborrezco.
Es sorprendente. Pero comprensible. Si al final lo que más nos produce remordimientos es hacer algo contra nosotros mismos. Sólo a nosotros nos debemos fidelidad, sólo a nosotros nos debemos respeto y verdad.
Pero a pesar del egoísmo que nos ebçmbarga... a pesar de todo lo malo... hay algo que se contradice con todo.
Tenemos la capacidad de amar. De humillarnos a nosotros mismos, de sufrir, de asesinarnos... y todo por amor. Ya sea amor de amistad, de pareja, de familia. Cuando el amor se hace demasiado fuerte, somos capaces incluso de pasarnos a llevar a nosotors mismos. Y no nos damos cuenta...
No nos percatamos que de pronto nos volvemos blancos... que nos transformamos en dependientes, en criaturas ávidas aunque sea de una sonrisa... aunque sea de un gesto... un abrazo... una mirada....
Patéticos.
Anhelantes de atención. Anhelantes de aquella felicidad que en el fondo tanto añoramos.
Y nos arrastramos. Y nos volvemos idiotas.
Pero idiotas enamorados, al fin y al cabo.
Y...
Vale la pena.
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