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INDIECITOS DESCABEZADOS

Violeta tuvo un sueño. Una brisa liviana, procedente del Noroeste, maquillaba su piel de trigo. No llevaba puesto más que una enagua blanca; de los bordes, una guarda de encaje bordada con hilos de plata, colgaba en forma de enredadera. Esa seda traslucía un par de pechos erectos, puntiagudos, excitados por el frío glacial de la montaña. Sentada de rodillas sobre una roca, sobre una roca que sobresalía de otras enfiladas prolijamente, refrescaba sus pies y manos en el espejo del río. La frescura del agua penetraba los poros; húmeda estaba la dermis que servía de envoltorio.
Montada en espuma, emergía sublime, casi mitológica. Venían a adorarla hasta la orilla, desde lugares añorados, exóticas aves, un bifronte huemul, peces aterciopelados, serpientes. Una divinidad mapuche, apostada en su trono estéril de poder, le guiñaba un ojo. Violeta oye el canto de las almas que buscan el puente entre este mundo y el reino de los espíritus, el pasaje secreto al descanso eterno, oye ese canto pasar por encima suyo, lo oye perderse en el bosque, repiquetear, menguando su fuerza frente a una quietud que impide, inexorablemente, su continuidad.
Súbitamente, aquella sobriedad en el paisaje y en el tiempo, fue interrumpida. Una nube compacta de polvo pardo la cegó. El polvo trepó por su nariz hasta obstruirle respirar. Una lanza, una lanza esculpida con diamantes y arrojada desde un refugio en la cima, la hirió de muerte. La herida la atravesó desde la vagina hasta el cráneo.
A través de una oscura geografía de planicies y ciénagas, bajaron de la ladera que marca la frontera entre el más allá y el más acá, una manada de demonios decapitados, montados en camellos parlantes, atraídos por el perfume sanguíneo que brotaba de la mujer. La rodearon en círculo. Sin dar muestras de desfallecimiento, estaqueada, casi entera, luchó cuerpo a cuerpo con los temerarios, avivando la chispa del triunfo, alcanzando la gloria de los domadores del dolor, de los que no entienden de peligros.
Finalmente cayó, cayó triunfante de derrota, y antes de caer consiguió dar muerte a una de esas corrosivas criaturas con un resto de lanza que pudo desclavarse de su costado. Cayó y la tierra tembló, los ríos se desbordaron, cientos de alimañas viscosas se reproducían, los frutos se contaminaron de plagas, especies de insectos, del tamaño de una naranja y cubiertos por caparazones brillantes sobrevolaron el aire, de los volcanes lombrices encendidas asomaban sus retorcidas cabezas, la alegoría de la miseria, personificada, tomó cuerpo y alma eterna.
Pronto y aprovechando ese descuido del destino, los acéfalos demonios extirparon la lengua de Violeta. Insaciables, devoraron sus ojos, su hígado, amputaron sus dos brazos, ardieron sus entrañas. Florecían de su ano tallos de espinas sin rosas, perros mutilados, semi-lunas que desataron diluvios con su llanto. Un hilo de sangre se escurrió entre la zanja de sus pechos, luego se coaguló en una negra y espesa jalea.
El Apocalipsis prolongaba así la agonía de ese cuerpo ya sin vida, elevando su brazo en señal de victoria.

Se comentaba que descendía en línea directa del gran cacique Calfukurá, el mismo que al morir, cuentan que hallaron en él "dos corazones que seguían latiendo alegremente, que no podían morir". La muerte no lo alcanzó como al resto de los humanos. Y realmente esa apariencia y aquella mirada que parecía gobernar a las fuerzas de la naturaleza a su antojo, daban asidero a esos dichos: una envergadura poderosa sostenida por un par de pilares infranqueables como el acero; dos escarabajos negros, gigantes, de los cuales se filtraba la luz en el rostro; una boca multiforme, que tanto a Violeta enloquecía, se parapetaba entre pómulos perfectamente geométricos que remataban en labios como océanos.
Antes de cumplir los ocho años, quedó huérfano de padre y madre. Ambos murieron calcinados, dentro de su propia casa, por resistirse a ser desalojados de sus campos. Fue criado desde ese entonces por su abuela y sus ochenta años, junto a una tía viuda joven y dos primos. Correteaba por el valle con la desmesurada libertad del bárbaro que desconoce la compostura, de quien es libre por ímpetu, por convicción. Cazaba guanacos y liebres que su anciana abuela asaba bien adobados, conocía los nombres de los ríos como nadie, sus nacientes y sus desembocaduras, conversaba con ellos por las noches, les confiaban sus secretos, les revelaban sus misterios.
Para subsistir en ese terreno desolado y olvidado por la civilización que se autodenominó triunfante, trabajó de domador, aprendió a esquilar, fue puestero de campo, cuidó animales, trabajó en la estancia del terrateniente que había usurpado el patrimonio de sus padres, el mismo que estampó la orden de desalojar a toda costa, sin importar nada, el responsable de la cruel matanza. El nunca pudo explicarse semejante paradoja. Pareciera no tener más que indignación y recuerdos anidados en la mirada. Estaban todavía las paredes de su antigua casa, y el galpón del ganado donde guardaban los caballos, los restos de las tierras de su abuelo y de su padre, el lugar donde fue nacido y criado. Como tantos otros, pasó de ser propietario a peón de su propia tierra.
Desde los dieciséis y con el solo objeto de calmar las penurias de su familia mediante un salario estable, Guillermo terminó trabajando como obrero en los yacimientos de hidrocarburos de Loma de la Lata, cercanos a Cutral-Co.
Su casa quedaba a dos cuadras de la de Violeta y a pesar de esa virtual cercanía geográfica, ésta desconocía por completo la existencia de aquel joven monarca, de aquel huésped de la tierra. Diferente era el caso de Guillermo, obsesionado por esa figura delicada, proporcionada de pies a cabeza, por ese azabache que usurpaba su cabello, por esa piel barnizada de miel, reflexionaba en la injusticia que representaba tanta hermosura condensada en una sola mujer, en una sola niña india.
Un poco gracias al bendito azar y otro poco a la insistencia hormonal del propio Guillermo, un amigo en común los presentó en vísperas del Nguillatún.
Año tras año, en los primeros días de febrero se lleva a cabo el Nguillatún, o rogativa. Es una súplica dirigida a Nguenechén con el principal objetivo de obtener de él buenos augurios y prosperidad para el pueblo. Desde su comienzo, pueden transcurrir tres o cuatro días hasta la culminación del ceremonial; abundan los sacrificios, las invocaciones, los ruegos, los cantos y ritos de fertilidad: "Este día, arrodillado en la tierra, Dios te pido que me des buen cielo. Este día, arrodillado en la tierra, Dios te pido que me des buena cosecha. Dame fuerza. Dame buen pasto. Dame buenos pensamientos. Dame vida con toda mi familia. Dame un buen trabajo. Dame larga vida".
Después todo se vuelve festín humano, expresión de gozo. A elección del más anciano, las niñas decoran una calle con guirnaldas y flores frescas. Los mocitos se preparan para el mudai y el baile, las señoritas para los besos y las caricias. Se canta, se bebe, se baila, los más chicos juguetean, la atmósfera es la propicia para los enamoramientos.
A diferencia de Guillermo, Violeta terminó sus estudios secundarios en Neuquén, y a causa de una decisión arbitraria de su padre (las mujeres fueron hechas para fecundar), que aún no comprende, su sueño de convertirse en geóloga se frustró. Ni bien terminó los estudios en la ciudad capital de la provincia, y gracias a las relaciones con la intendencia que ostentaba un tío por parte de madre, entró a trabajar en la salita médica de Loma de la Lata, como enfermera. La paga era mala mas el trabajo de enfermera despertó en ella un espíritu de solidaridad ajeno hasta ese entonces. Horas y horas velando por los enfermos. El encuentro con la muerte ya no la tomaba por sorpresa: chagas, tos convulsa, neumonías crónicas; el catálogo entero de enfermedades de la OMS pasaba cotidianamente antes sus ojos y alguna se ligaba de vez en cuando. Guillermo adoraba precisamente eso en ella: su coraje, intacto como el de todo su pueblo. Una niña india colmada de bravura, y a la vez volátil como arcilla en agua.
A los diecinueve de ella y a los veintitrés de él se casaron bajo los augurios de sus mayores. Hubo fiesta en el pueblo. Las luces, los rituales, el sabroso cordero al asador, los bailes, la primera vez de traje de Guillermo, el susurro de las comadres, el viva los novios, la envidia de las niñas; todo irremediablemente eclipsado por el destello que escoltaba a Violeta.

Una noche en que soplaba el viento del sur y las estrellas tejían ajuares en el cielo, el joven monarca, empujado por la fortuna y la ambición, escaló la torre de la fertilidad, custodiada desde hace milenios por alfiles asexuados. Un cuervo ciego lo guió hasta las compuertas de oro que amurallaban el interior, aceitó las bisagras con su saliva para poder introducirse con facilidad. Aferrada al extremo de una vara niquelada, Violeta rompía nueces. La contuvo a su pecho, la recostó en toda su inmensidad. Mientras la lucha de abrazos proseguía, ella garabateaba entre sus dedos signos oníricos, su respiración aceleraba el ritmo de los planetas, la luna alcanzó una velocidad ultrasónica, Venus y Marte terminaron por colapsar. Los amantes, recostados en una recámara circular, amasaban mazapán de barro, moldeaban figuras amorfas. Una corona de fresas enrollaba el pelo de Violeta, el cacique se perdía en esa selva de ungüentos. Un gemido, un gemido mudo que atravesó ríos y mesetas de piedras, que trepó montañas y acantilados, desfloró a las vírgenes europeas, un gemido que duró menos que una eternidad, liberó aturdida su garganta. De un hachazo, Guillermo atravesó su cicatriz; esa cicatriz jamás infectada. Sangró, sangró sin que le importara, sangró y se echó a reír de placer, embriagada de sudor, enloquecida por la mezcla acuosa que derretía sus vísceras, ya nada volvería a ser igual. De la virgen india nació otra india, otro ser diferente, una india loca que lamía la sal del lomo de las iguanas. A los pocos segundos de la concepción de esa india nueva, los cuerpos de los amantes, emplumados, retomaron la velocidad anterior. La virgen india, aún no se marchaba, iba y venía aguardando el crucial entierro. El primer puñado de tierra se desprendió de la mano de su gemela, luego una catarata de lodo la cubrió, sepultándola para siempre cerca del sueño inocente de las niñas.
Aquella niña que soñaba con ser geóloga, la niña india educada por el hombre blanco, la india civilizada, la excitada, la de ojos de india, encontró su muerte esa noche en que soplaba el viento del sur y las estrellas tejían ajuares en el cielo.

Verónica tuvo otro sueño. Atada de pies y manos a cuatro mojones que formaban un perfecto equilátero, asistía involuntariamente a una ceremonia pagana. Se adoraba a una esfinge de dos colas, dorada, con zafiros encastrados encima de cada maxilar. La muda estatua le abría los brazos con intenciones antropófagas. Su visión era parcial, clavada en cruz sobre los cuatro mojones, de reojo sólo advertía que sucedía a su alrededor. Cientos de ojos la miraban con asombro, la misma mirada que descubrieron sus antepasados ante la presencia del conquistador blanco. Supuso que el jefe de aquella tribu era el de colmillos que tocaban el suelo, un ser espantoso, no había ningún rastro humano que en él se apiadara. Se sacudió el trasero y ligero de ropas impuso una danza que fue seguida por los demás, una danza que imitaba los movimientos del avestruz. Tamborines de hojalata forrados de piel humana y cuernos huesudos con amalgamas de vidrio, eran los ansiados instrumentos que orquestaban aquella danza que estremecía a la prisionera.
En pocos instantes la música finalizó, o a Violeta le pareció no escucharla más, un gnomo pequeño se le acercó y pasó por su boca una hoja de higuera empapada con un líquido negruzco. A los pocos minutos un sueño alucinógeno ganó su intento de mantenerse con cordura. Al despertar los raptores se habían marchado, el lugar en donde yacía presa se esfumó, un paisaje desértico, ahora, se le presentaba. Sus miembros recuperaron la movilidad y de un salto se incorporó, el paisaje estaba desolado, o pareció estarlo en un primer momento. Resentidos sus pies por las sogas que cortaban la circulación sanguínea, dio los primeros pasos, inestable enderezó la columna y recuperó, poco a poco, su andar habitual. Aún le dolían las ataduras en sus muñecas y tobillos. Por el dolor que experimentaba pensó que no estaba siendo víctima de otro sueño, y que en realidad había sido apresada por aquella tribu que se marchó sin hacerle ningún daño físico. Reflexionó sobre el porqué de la captura, que causas movieron a esos primitivos a tomarla prisionera para luego soltarla sin más. Emprendió camino, pues hubiera sido cobarde cualquier otra decisión. El desierto era una interminable meseta de arena, ni una sola especie animal ni vegetal, solo médanos, médanos que se transmutaban de un lugar a otro, rajando el relieve con insistencia.
Al pie de un médano vio muros, una ciudad levantada sobre la meseta, una ciudad amurallada. que carecía de puertas y ventanas; la única abertura, un ventanal a unos veinte metros de la superficie. Recorrió por completa esa fortaleza, la bordeó fatigada, el sol ardía en su cara. Por una esquina del gran murallón, se precipitaba un arroyo de aguas impuras, bebió para contrarrestar la sed de cientos de noches o de un enorme día multiplicado por el sol. Comenzó a rascar la impenetrable roca que servía de dique, tardó noches, ensangrentándose sus manos en abrir un boquete conductor que le permitiera introducirse en aquella ciudad de torres y arcos.
Por fin pudo acceder. La ciudad estaba vacía, todas sus calles conducían a una galería de glicinas que desembocaba en un sótano. Una escalera había en aquel sótano que falazmente conducía a otra idéntica galería de glicinas que desembocaba en un segundo sótano y así infinitamente. Una construcción inútil para el confort humano, esta ciudad ha sido fabricada por Dioses, pensó.
Se recostó bajo una de las glicinas, el viaje la había saturado. Un silencio eterno pesaban en sus párpados. Cerró los ojos y aguardó (sin dormir) que abrazara el día. Aquel lugar no la tranquilizaba. Un zumbido constante despejaba la idea de la soledad, el rumor se agudizaba violento, cada segundo confirmaba que la sed y el hambre no la habían enloquecido. De pronto, desde una puerta que ella nunca avistó y que juraría que no estaba en ese lugar desde donde se desplegó, una tribu de jíbaros entró al castillo, a la gran muralla, a la ciudad fabricada por dioses, al asilo de los jíbaros.

La albahaca le proporciona un sabor especial al guiso de liebre. La receta provenía de su madre, le fue legada por su abuela y a ésta por la madre de su abuela. Una receta que sedujo las muelas de los caciques más respetados de la comunidad, hasta el mismo Caupolican regocijaba con aquella preparación; una receta que viajó a través de los tiempos, incólume, sagrada, que alimentó tanto a indios como a colonizadores, que en el fondo era un grito de guerra, un llamado a la libertad de los pueblos, a la dignidad mapuche, un estandarte culinario, un botín, un metal precioso más que el oro y la plata.
El rancho es pequeño, en menos de seis meses el propio Guillermo lo levantó, siendo las tormentas estivales la única amenaza para esas enclenques paredes. A pesar de esas adversidades, la vida de casada le sienta de maravillas, el salario de la planta no alcanza para mucho más que el guiso ancestral, acompañado por patatas, vino patero y el kofkekura de Doña Chacha. Cómo ese pan no hay otro, elaborado con harina de piñones, salpicado por la sal de las canteras de Zapala y amasado sobre piedra por ese par de manos de Pachamama, el kofkekura de Doña Chacha alimenta al pueblo entero, se multiplica como en el milagro de las Santas Escrituras, se deshace apenas uno lo saborea. Todo se habían llevado, exclamaba la mujer, salimos perdiendo, salimos ganando, se llevaron el oro y nos dejaron el oro, se lo llevaron todo y nos dejaron todo, nos dejaron la memoria. Eran las palomas, expertas en descifrar la hora del horneado, las encargadas de limpiar los rincones del horno una vez terminada la cocción. Toda una fiesta era ver a aquella mujer, turbante en la cabeza y vendas en las rodillas, ir de casa en casa ofreciendo su más preciado tesoro, del que no la pudieron despojar. Nos dejaron todo, nos dejaron la memoria, repetía.
El salario de enfermera tampoco es gran cosa, así que domingo por medio, Violeta carga todos los cachivaches hasta la feria y sobre una manta tendida ofrece sus obras de arte trabajadas en plata. Su arte está ligado a las profundas creencias de su pueblo: una simbología de serpientes, flores, orantes arrodillados, cruces, escaleras sagradas, aves míticas, responden a la peculiar manera de ver el mundo y estar en él, un mundo en el que todo parece posible. Violeta es una experta hacedora de colgantes, collares, brazaletes atiborrados de piedras, sandalias de cuero. Violeta practica el arte de la orfebrería cordillerana como ninguno y al mismo tiempo las ventas ayudan a resistir hasta fin de mes.
En el hospital ocupa toda la mañana y las tardes se las dedica a la Agrupación “11 de Octubre”, de la cual es miembro activa desde que volvió de Neuquén. Como nadie Violeta entiende la encrucijada de su pueblo, comprende el dolor de la marginación, es una ferviente luchadora por los derechos de los suyos, por la recuperación de las tierras confiscadas, por los deberes del estado con relación al cuidado de la niñez y de la ancianidad, por la preservación de los recursos naturales. Los dioses están de su lado pero los demonios también. Violeta es dueña de una voz agraciada, tanto a la hora del canto como de la oratoria, y ésa es una de sus funciones más importantes dentro de la Agrupación, ser la voz de los que la perdieron, de los que enmudecieron, de aquellos que se niegan a hablar ante el hombre blanco, de aquellos que sienten la angustia de no ser tomados en cuenta jamás; consciente que los suyos son un buen caldo de cultivo para los gobernantes en épocas de elecciones, Violeta les aconseja no votar, no votar por nadie hasta tanto aparezca quien reúna las cualidades para ser un fiel representante de su cultura, de sentir el dolor del despojo a flor de piel, quien por su sangre circule la muerte y los incendios, y los desalojos, las mentiras y los engaños, la discriminación padecida por siglos.
Durante uno de los encuentros organizados por la Agrupación, Violeta tomó la palabra. Sentado en la primera fila, orgulloso estaba Guillermo. Sus ojos dispararon una lágrima de plata que al caer punzó de agua el pavimento; su india amada, su resguardo y su sosiego, emprendía el camino a las cuatro almas:
“Y ustedes, mi pueblo, se preguntarán hasta cuando? Hemos sufrido siglos y siglos la terrible sensación de sentirnos ajenos en nuestras propia tierras. Nosotros no somos los extraños, no vinimos del extranjero, nosotros no descendemos de aquellos conquistadores torvos que buscaban oro, plata, patatas, tabaco negro, y que arrasaban con todo lo que se les presentaba bajo su mirada. Nosotros no somos indios, como el huinca nos llama. Somos un pueblo, aunque este estado, racista y autoritario, nos niegue ese derecho, nos considere nada. Nosotros somos los guardianes del secreto de estas montañas, somos los hijos de Lautaro, somos la lanza que venció en Tucapel, somos los que desciframos el destino, los poseedores del misterio de las almas. ¿Hasta cuando soportaremos las humillaciones? Que la paz ramifique en cada uno de ustedes, que Pillán nos otorgue las fuerzas para soportar el desprecio sufrido por más de cinco siglos del hombre blanco, hasta poder ver con nuestros propios ojos que nuestros hijos reciben una educación fiel a la idiosincrasia de sus mayores, nuestros ancianos salud y cuidados, que nuestros hombres y mujeres el trabajo digno que merecen, que la tierra retorne a sus verdaderos dueños, a los únicos, que los ríos vuelvan a cantar canciones de cuna, que las aves trepen a lo más alto.
¿Por qué nos hablan de integración? Si mientras nosotros nos hemos integrado al hombre blanco, los huincas no se han integrado a nosotros. Mientras nosotros debimos convertirnos en bilingües, nuestro mapudungún no se enseña en los colegios.
¿Saben cuántas veces me pregunto, para qué quieren tanto? Tienen empresas, negocios, mucha plata; lo único que pedimos es un pedacito de campo para poder comer. Fuimos desalojados por los grandes acaparadores blancos, quemaron nuestras casas, robaron nuestro ganado, nos exigieron abandonar nuestra tierra, primero, en nombre de Dios Nuestro Señor; luego, en el del Rey; por último, en el de la patria.
Por ello seguiremos honrando a nuestros caciques, a nuestros dioses, a la madre de los mapuches, la tierra, a la plata y al cobre, en la lucha por la dignidad. Aquí estamos, somos el pueblo mapuche, el que espera un tiempo en que otra vez todo vuelva a ser posible, y en el que, todo nos suceda como en la felicidad de un sueño”.
Luego de esas palabras cayó redonda sobre una tarima cubierta de banderas argentinas.

Después de examinar yo mismo su cuerpo, les di la noticia: estaba de dos meses. La presión y los nervios por el discurso habían causado una descompensación. Se trató solo de un susto, nada más que un susto.
Violeta parecía que iba a salirse de ella misma, no articulaba palabra, la garganta se le cerró. A su lado, petrificado, Guillermo no dejaba quietas las manos, las alzaba al cielo en señal de agradecimiento, las frotaba entre sí, vociferaba su alegría, daba brincos, reía. Se abrazaron. Finalmente los dos fueron un mismo ser que la luz dicroica se empecinaba en corregir.
- Lo antes posible hay que hacer los estudios de rutina, para estar más
seguros y tranquilos –
El que está por venir deberá subir los siete peldaños del canelo y se detendrá para venerar en su camino a la Luna y al Sol y también dormirá un largo sueño en sus ramas, como huevo empollado por el ave sagrada, hasta que esté formado y listo para la misión Divina.

Cantata de pastos áridos como la muerte del cóndor, terremotos de lenguas ardiendo en un círculo íntimo entre el hombre blanco y el indio. El desprecio del nativo era el peor castigo, su indiferencia, su sentimiento de superioridad por ser conocedor del ritmo natural de los planetas, conocer el calendario perfecto sin necesidad de recurrir a la falsedad del bisiesto, el poder para curar, para adivinar el destino de las aves, el comienzo de la primavera. El hombre blanco impuso su propia lengua, sus palabras, su dios y sus santos, su historia de arrebato y conquista. El hombre araucano lloró sobre esa historia por los muertos del hombre blanco que también eran sus propios muertos. El hombre indio perdonó pero no olvidó. El hombre blanco no entiende cuando le hablan de perdón.

Me aterroricé. Violeta sostenía la mano de Guillermo sobre su pecho, sobre el pecho que pronto daría de comer. En ninguno de los tantos libros que me tragué en la facultad hallaba una explicación al horror a que asistían mis ojos. Los futuros padres muy ocupados en acariciarse no captaron nada, tampoco quería alarmarlos antes de tener un diagnóstico acertado, las hipótesis más increíbles podían ser confirmadas. ¿Se trataba de una falla técnica en el monitor del ecógrafo? ¿Mis ojos estarían desvirtuando la imagen? ¿Un feto malformado? ¿Un feto? ¿Un monstruo?
Violeta mostró preocupación cuando le anuncie que era necesario realizar segundos análisis, no pude ocultar mi propia preocupación, el panorama no era halagador, las interconsultas no fueron fructíferas, todos coincidían en lo mismo. Más preocupada se mostró cuando le comuniqué que consideraba necesario que se traslade a Buenos Aires para realizar otros estudios. Me rogaba que le dijera lo que estaba ocurriendo, quería saber la verdad, pero tampoco yo la tenía.
Me contacté con un viejo amigo de la Facultad que estaba trabajando en el Durand, le comenté el caso y le pedí que recibiera a Violeta.
Violeta partió un dos de agosto hacia Buenos Aires, su cara de terror fue lo último que vi, la acompañó Guillermo, solos aquellos dos seres que jamás se habían alejado de su casa, estaban a punto de volar hacia el caos capitalino. Cuando llegaron dieron enseguida con Roberto, ahora el Doctor Roberto Giménez. Roberto conversó largo rato con la pareja, los tranquilizó ya que el terror no se apartó de sus caras desde que abordaron el avión. Fueron cinco días de intensos estudios, ecografías tridimensionales, estudios de ADN, se les extrajeron a ambos muestras de sangre para estudiarlas genéticamente. La Agrupación los apoyó económicamente, se hicieron colectas para recaudar fondos, las filiales residentes en la Capital también aportaron para la causa.
Guillermo se transformó en la sombra de Violeta, la abrazaba, le regalaba palabras de aliento, palabras que no alcanzaban pero que el solo gesto era conmovedor, Guillermo entendía poco lo que sucedía, Violeta era plenamente consciente. Al finalizar la larga procesión de inyecciones, pasillos infectados, análisis de todo tipo, doctores gordos, enfermeras malhumoradas, después de una larga epopeya por la Gran Ciudad, la misma con la que soñaban desde Cutral-Co, regresaron a su pequeño trozo de mundo con una certeza bajo el brazo. El contenido del sobre lo decía todo, la sospecha no era desgraciadamente infundada, miré la protuberancia que comenzaba a sobresalir del vientre de Violeta, miré los ojos asustados de Guillermo y la verdad se chorreó desde mis labios.
¿Cuántas eran las esperanzas, cuántas las probabilidades, que tan peligroso era llevar el embarazo adelante? ¿Tenía las respuestas a todas esas preguntas? ¿Mis libros, acaso? ¿Las universidades de medicina? ¿El doctor más experimentado podía asegurarle a aquella mujer, la misma que se desgarraba desde su interior, que su vida y la del ser que llevaba no corrían peligro?
La verdad es dolorosa, pero no tiene excusas: lo cierto es que el niño no se llegó a formar por completo, tiene graves problemas de desarrollo, sufre de una malformación denominada anacefalía, es decir, ausencia de cerebro y cráneo por alguna causa aún desconocida, su evolución prenatal no ha sido natural, en definitiva no tiene desarrollada su cabeza. Nadie en la sala podía comprender el sentido de mis palabras. ¿Un niño descabezado? ¿Qué demonio se había encaprichado con aquel inofensivo ser que crecía en retazos?
- ¿Qué es lo que podemos hacer entonces? – preguntó Guillermo temien-
do la respuesta. Y la respuesta era obvia, se caía de mi boca y de las suyas: interrumpir el embarazo. Un silencio de catedral se produjo entre los tres. Los profesionales de la salud debemos mantener un criterio objetivo, depurado de sentimentalismos, mas no era posible en ese momento evitar conmoverme.
A los diecisiete días llegaron desde Buenos Aires los resultados de los análisis efectuados a los padres. Guillermo poseía un alto grado, muy superiores a los normales, de metales pesados en su sangre, como el plomo, cadmio, arsénico, debido quizás al manipuleo con sustancias hidrocarburíferas, capaces de concebir y engendrar el tipo de malformación que sufría el feto. Al día siguiente, Violeta se sometió al aborto. Hubo un pedido especial, algo de lo que preferí acceder sin indagar: unas muestras de sangre extraídas del feto. Violeta agradeció con una austera sonrisa.

(Hay una creencia mapuche que consiste en morder, frotar o quemar un lugar de la piel hasta que brote sangre. Entonces se echa unas gotas de sangre del hijo en la herida. De esta manera en caso de extraviarse el niño, la sangre responde al llamado materno).


Walter Gerardo Di Felice
Islas Orcadas 3551 – Bahía Blanca
Argentina
walterdifelice@hotmail.com

Texto agregado el 09-01-2004, y leído por 964 visitantes. (0 votos)


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