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LA MARCA EN LA CARA

Hace siete años que lo conozco, desde que decidí afiliarme al Socialismo, eran los meses previos a las últimas elecciones presidenciales, y a pesar de no haber tenido nunca convicciones fuertes, políticamente hablando, sentí la necesidad de definirme en el campo ideológico, se despertó dentro mío un sentido de pertenencia, pertenecer desde la no pertenencia quizás. Hoy, por suerte, ya no soy tan inocente para creer el cuento del mundo mejor. Ya tampoco soy la misma persona, el adolescente verborrágico que marchaba en el vigésimo aniversario de la dictadura por las calles de una ciudad oculta, levantada sobre la piedra angular del autoritarismo y el clero; no soy el mismo que presidía las reuniones del centro de estudiantes en donde nuestras voces, opositoras a la reforma educativa, se alzaban por la democratización de la enseñanza; al que se le cortó la respiración con la noche de los lápices; el amante de La Maga; el espía, el bufón. Es que mucha agua corrió debajo del puente, mi puente. Lejos de convertirme en un fiel devoto de las políticas neoliberales, la evolución, si se me permite ése término para definir mi estado actual, apunta a lograr una visión del mundo real, del palpable, del que se nos pega como ventosa y nos traga, una visión pura, carente de aforismos, que nos permita reflexionar sin estimularnos con objetivos inmediatos. ¿La Revolución es un sueño eterno?. No creo tener la respuesta a este tipo de interrogantes inmunes a la incorruptibilidad del hombre y de su salud. Quien sí parecía tener ese tipo de infamias era Hidalgo Díaz Gutiérrez. Sentado al final del pasillo, después de un minúsculo hall embadurnado de tulipas, después de dos escalones y una puerta fuelle, después de un conglomerado de libros que simulaban una biblioteca, recibía las fichas de afiliación estampándoles un sello sediento de azul. A esas alturas le endilgaba unos cuarenta años, aunque a los pocos meses festejó, después del triunfo arrollador del menemismo, sus cincuenta. Los ánimos no eran los propicios para ninguna algarabía, a pesar del medio siglo recién inaugurado y que nos convocaba, el país no nos daba tregua.
Menem había sido reelegido obteniendo prácticamente la mitad de los votos. La campaña electoral sembró la opción entre Menem y el caos, la estabilidad versus la hecatombe financiera. Desde principios del noventa y cuatro se divisaba ya el fin de la bonanza menemista, el frenético retiro de los capitales extranjeros que ilusionaron a los más crédulos, la desocupación cavando la fosa de la marginalidad, una fisonomía polarizada y segmentada rompía con la tradicional clase media. No solo perdimos en las urnas (el FREPASO emergió para terminar con el cómplice bipartidismo, aunque no pudo fortalecerse a nivel nacional) sino que también perdimos la oportunidad de debatir sobre el modelo de país a seguir, nos arrolló el temor de perder la videocassettera, el televisor de pantalla plana, el departamentito que pudimos comprarle a la nena; todo ello gracias a la hipoteca que pesó y sigue pesando sobre estas tierras. Junto a esa oportunidad, se filtraba el vino esa noche entre tanta perorata discursiva. Definitivamente la resistencia se ejerce de otra forma, ni a irse ni a quedarse, a resistir, aunque es seguro que habrá más penas y olvido. Resistir fuera o dentro, con la punta de la palabra en la boca, resistir agitados, de todas las maneras, vapuleados, optimistas, nostálgicos por lo que perdimos o en realidad nunca tuvimos. Y en casa de Hidalgo era cosa fácil eso de resistir: ambientaba un Caetano que jamás había escuchado sonar de ese modo, boleros, tangos, una versión de Vete de mí que eclipsaba a la entrañable de Bola de Nieve y hasta Un vestido y un amor del Fito; además, se disfrutaba del buen vino y de hermosas mujeres que no las hacía amigas de Hidalgo hasta ese momento. Poco sabía de él, soltero o casado, quizá viudo. Poco me ayudó la inspección exhaustiva de las instantáneas enfiladas sobre el hogar, ausencia de toda foto familiar, algunos paisajes, la infaltable graduación, demasiadas junto a gente amiga. Fue grande la sorpresa al descubrirme en ese altar revelado como consecuencia de un encuentro sobre los Efectos Psicológicos del Neoliberalismo, realizado en San Telmo, unos años antes, jornadas que sirvieron para acentuar, aún más, nuestro gusto al Valmont y a la marihuana.
Pasé de conversar sobre la urgente necesidad de latinoamericanizar nuestro país a estar abrazado al cuello de una rubia que se despidió con la excusa que la esperaba su marido, justo en el preciso instante en que le proponía encamarnos. Ya sin la rubia, era tarde intentar remar con otra, me dediqué a vaciar las últimas copas, a cantar por décima tercera vez el cumpleaños feliz, a escuchar chistes de gallegos y judíos. El alcohol no a mí solo me había tragado. Hidalgo, en pie todavía (se decía que era difícil verlo borracho), habano al costado del labio inferior, ofreció como última ratio una ronda de café. Los pocos que quedamos asentimos, el vino nos robó las palabras de cortesía que un sobrio pronunciaría en esos casos.
¡Qué los cumplas feliz, qué los cumplas feliz, que los cumplas, que los cumplas, que los cumplas feliz!
– Hidalgo querido, arrímate, hablemos de los tiempos pasados, – Fernan-
do sopló antes de acurrucarse a la mesa, luego su cabeza se desplomó.
- Uno menos, a éste me parece que le vas a tener que hacer un lugar a-
rriba – sentencié en un frustrado intento por diferenciarme.
En equilátero la mesa quedó conformada, Fernando no contaba, el tercero era Omar Acuña, un prominente abogado laborista, amigo de Hidalgo de la Facultad, cuando ambos estudiaban leyes. Después a éste último le pasó por arriba la política, y a Omar el dinero. Quizá por ser el menor de los tres, mis opiniones no eran muy tomadas en cuenta. Ahora que lo pienso no sé bien si la desconsideración sufrida era por mi juventud o por el estado etílico que ardía en mi interior. Traté de llamar la atención, traté de mostrarme interesado con la conversación que poco a poco se transformaba en un monólogo a cargo del homenajeado.
- ¿De qué es la marca que tienes en la cara? – pregunté y mi pregunta
pareció incomodarlo. Omar no debía saber tampoco la causa de aquella cicatriz que cruzaba verticalmente el rostro de Hidalgo, su cara no se mostró tan absorta. Contrariamente, la de Hidalgo huyó de la serenidad que mostraba apenas unos segundos antes, sus ojos se enrojecieron, los pómulos se levantaron deformando el perfecto trazo de aquella herida incógnita, la respiración se aceleró y mientras yo trataba de redimirme sin razón aparente, parecía disputarse a duelo con sus manos.
Esa pregunta no tenía antecedentes, no fue pensada, explotó en mitad de la decadencia del último libro de Vargas Llosa, inesperada, como si fuera la repetición de la misma pregunta en otro universo paralelo, a cargo de otro interrogador y destinada a otro interrogado, que volvió a formularse por ella misma y que no dejó nunca de repetirse y que aún la escucho. Escaparse de ella no servía, escabullirse invitando otra ronda de café tampoco, la pregunta en sí misma era inocente y volvería a formularse infinitamente. Qué podría haberle ocurrido, un esposo celoso, una gatita mimosa y lujuriosa, adepta a los gustos más benditos del sexo, una alambre de púa que dejó su rastro por unos pocos centímetros mal calculados, qué gravedad podría haber en la respuesta, de seguro era corta, muy corta, o llena de anécdotas conexas que nos harían reír hasta la incipiente madrugada.
- En verdad nunca conté el porqué de esta cicatriz, dueña de mi costado
facial izquierdo, aunque creo que a los cincuenta años pocas cosas hay de que arrepentirse – La profundidad en esas palabras apuñaló nuestras sonrisas baratas, mis suposiciones de la frivolidad de la causa o causas se esfumaron, traté de conectarlas con mis propias obsesiones, la muerte, la vida, el amor, qué más, qué más podía ocasionar la fortaleza de esas palabras, de la necesidad del arrepentimiento en una mente como la de Hidalgo, qué podría torcer la integridad de ese ser al que todos respetábamos dentro y fuera del partido, y que su amistad era considerada como el maná arrojado desde los cielos.
- Cuando los ideales eran más fuertes en mi vida que otra cosa – se intro-
dujo resignado en una historia que continuó sin mirarnos a los ojos – cuando leía soñando con la revolución, cuando comía soñando con la revolución, cuando cogía soñando con la revolución, dejé gran parte de las cosas a las que estaba predeterminado: los estudios en la Facultad de Derecho, formar una familia, tener dos hijos como mis padres, hacerme de un buen nombre y de una cuantiosa caja de ahorro en algún banco extranjero y morir tranquilo, con los que me quisieron y no tanto, llorándome durante los dos días de luto, otorgados por ley. Pero no fue así, nada de lo que mis antepasados pensaron y diseñaron lo llevé a cabo, necesitaba un palo en el culo que me motive, algo que me sacuda desde las entrañas hasta las pupilas, que me parta en dos. Con el golpe de Onganía, del sesenta y seis, la atmósfera pesaba y lejos de ser unos más de los que confiaban en las capacidades del nuevo presidente para realizar los cambios que a todos parecían urgentes, supe que ése era el momento. La gota que colmó el vaso fue la bala mortal a la autonomía de las universidades, qué gran quilombo se armó aquella vez. Fue allí donde decidí afiliarme como vos pero buscando algo más que vos a la Juventud. Además de leer, comer y coger soñando con la revolución, soñábamos con el regreso de nuestro líder, y no nos sirvió de mucho, fue una patada en los huevos lo de la plaza. La Patria con Perón ya era una realidad, pero en esa Patria dejábamos, poco a poco de confiar, como en el mismo Perón y su comitiva. El viejo estaba loco, andaba loco y caliente con esa puta que lo engatusó, y para colmo se vino a morir en el peor momento. Ya para ese entonces mi nombre figuraba entre los más buscados, así que me obligaron en el movimiento a cambiármelo, a darme unos añitos más, a afeitarme la tan querida barba y bigotes y pasar desapercibido durante un largo rato. Para ello me enviaron a Pinamar, a una casa cerca de la playa, me dijeron que allí me esperaba un camarada, que ya estaba todo preparado, unos pocos meses haciendo el aguante en la costa y regresar a la ciudad, a la acción, no sólo con una identidad nueva sino con una misión nueva de la que no me dieron demasiados detalles. Las órdenes son órdenes, y lo que prevalecía en el movimiento era la verticalidad, el acatamiento a la voluntad, real o supuesta, del líder, de la misma forma que lo era en el otro bando, la organización de los subordinados fue similar de un costado como en el otro. Desobedecer una orden podía significar con suerte el exilio, amén del alejamiento forzado del partido, cuando no la muerte.
Los primeros días en Pinamar fueron tranquilos, el anfitrión era un muchacho joven, muy joven, rubio, de unos veinte años de edad, parecía ser un tipo preparado a saber por los tomos de la Enciclopedia Universal de Sociología que reinaba triunfante en una biblioteca de metal, le pregunté su nombre pero con seguridad también el de él debía ser falso, todos nos nombrábamos con nombres que no eran los nuestros, para no caer en la tentación de delatarnos ante el primer golpe de electricidad en los huevos en caso que lograran chuparnos. La casa era suya, me contó que sus padres se la habían prestado por unos meses con la excusa de preparar unos finales que tenía atrasado, se tomó un año sabático en la Facultad, y fue en ese año también que comenzó a vincularse con la Juventud. Estudiaba derecho también y fue el derecho el tema de conversación durante los primeros días. Luego pasamos a la compleja situación de Cuba bloqueada por el Imperialismo, a lo poco aliados que se mostraban los rusos con ese tema, al negocio del petróleo en América Latina y los intereses yanquis en ese recurso, a las mujeres, a lo bellas que son las estudiantes de derecho, con esos jeans gastados que a más de uno nos provocaba una erección en mitad de una clase sobre la Teoría Pura de Kelsen. Esos y muchos otros temas traspasaron la barrera de la confianza, entre ambos emergió un territorio de cosas en común, pero sabíamos que ante todo estábamos allí cumpliendo una orden y a la semana y media de mi estadía vino una específica: entregar un sobre que nos llegaría por correo la mañana siguiente a un tal Turco que vivía en Aguas del Mar al 525 de Pinamar. No tenía idea de dónde quedaba aquella dirección, más que para comprar el pan no salía de la casa, no era conveniente, pero si mi compañero era oriundo de la ciudad no podía desconocer la exacta ubicación de aquel lugar. Finalmente quedaba a diez cuadras y una vez que llegó el sobre lo invité a que me acompañara, supuse que la orden tenía a ambos como destinatarios; sin embargo, una congestión repentina hizo que yo solo me encargara de aquella, diría tierna, misión.
Yo estaba destinado para cosas más grandes, cuánto más tendría que soportar la reclusión que atravesaba, sin diarios, sin televisión, sin saber de mi familia, de mis compañeros. En las noches me despertaba afiebrado, colmado de sudor, ansioso por saber de la vida de los más cercanos, me sentía un egoísta mientras disfrutaba de un rissotto con pescado en ese apacible lugar, y los otros, mis hermanos, mis otros pedazos, podían haber sido chupados y en este mismo instante tener las bolas bajo hielo y la garganta expropiada por el dolor.
La segunda orden vino a las dos semanas exactas, como si Dios hubiera escuchado mis ruegos y mis ganas de entrar nuevamente en acción, sin embargo, la orden no era lo que aguardaba. Por un lado debíamos reventar el casino de oficiales de Pinamar, pero por el otro no hablaba de mi vuelta. Por suerte los preparativos para cumplir aquel objetivo me hicieron olvidar mi ansiado retorno, como no era precisamente lo que se llama un experto en explosivos y mi compañero parecía estar más al tanto sobre esos menesteres, me subordiné ante él. Mientras él se ocupaba de la confección del explosivo, yo me encargué de la inteligencia, ubiqué primero el casino (el objetivo), lo resalté en un mapa de la ciudad, le eché varias miradas, pululé por los alrededores, evitando levantar sospechas, observé cuáles eran las horas pico de más concurrencia, quiénes asistían, averigüé si contaban con vigilancia y con cuánta durante la noche y el día, cuántos eran los accesos, no dejé detalle librado al azar. Finalmente, los cabos se ataron herméticamente, la molotov estaba lista, muy sofisticada, capaz de llevarse una pared consigo. Fijé la fecha para el veinte de abril a la noche, se lo anuncie al experto en polvorines y no mostró objeción, restaban solo cuatro días y mi espíritu se fortalecía excitado porque nuevamente iba a gozar del misterio y la incertidumbre de deslizarme en la noche y temblar de miedo al mismo tiempo que endurecerme por la cercanía con la muerte. La violencia era el único camino hacia la libertad, afirmaba.
El día fijado amaneció nublado, por lo tanto podíamos adelantar la hora del asalto. Tranquilo estuve toda la tarde, aproveché para terminar la novela que estaba leyendo; “el nerviosismo es para los novatos”, pensaba mientras observaba a mi delfín jugar un solitario. Luego me bañé, me rasuré, me puse la ropa de cábala, y al bajar a la sala donde me aguardaría mi socio, su voz me sorprendió. El tono era bajo, de arriba no conseguía escuchar así que traté de acercarme sigiloso y más cerca le escuché mi nombre pronunciar, mi verdadero nombre salía de la boca de ese extraño, estaba delatándome, estaba hablando por teléfono vaya a saber con quien, y pronunciaba mi nombre una y otra vez seguido por la hora y el lugar en donde me encontrarían (dentro de media hora en el casino de oficiales), es un pobre tipo dijo y colgó. La furia me rebalsaba, mi racionalidad no sirvió de mucho, quería matarlo; me enfrenté a ese hombre que ya no era un hombre, sino un deleznable traidor y a un traidor no se le pide explicaciones sobre sus actos, a un traidor se lo extermina. Lo insulté, maldije a su descendencia entera, mientras mudo su mirada apoyaba en el suelo, lo provoqué, lo empujé para que reaccionara pero era demasiado cobarde, lo escupí en la cara, me arrebaté encima de él, en el cinto llevaba siempre una navaja para urgencias y ésta si lo era. Trepado sobre el cuero del cobarde oí el motor de un auto que se acercaba, de seguro venían a buscarme, me atraparon por culpa de esta lombriz nauseabunda, cuatro puertas se abrieron y como se abrieron, se cerraron, una voz de mando me advirtió que me rindiera y así lo hice, pero antes, antes que me encerraran en ese Falcon verde y me trasladen al centro de detención más cercano, antes que me golpearan hasta abrirme las sienes, que me cortaran en pedazos la lengua, que me picanearan hasta que el corazón no pudiera dar batalla, antes que me pisotearan y mearan, y me taparan los ojos y me volvieran a picanear y hacer sangrar los poros, antes de morir mil veces por fusilamientos en broma, sobre el cuero del marrano que no merecía morir como yo, le levanté la piel desde el pómulo izquierdo hasta la pera, en señal de desprecio. Lo marqué con la señal de la infamia para toda su miserable vida, no podrá olvidarse de mí y ser el tranquilo joven que parecía ser, tendrá irremediablemente que rendir cuentas a alguien sobre esa marca de violencia que dibujé con odio y resentimiento, ese tajo abierto como un tercer ojo, una zanja en sus músculos siniestros, su propio infierno, su eternidad.
Y esa es la historia, la real historia; yo soy el otro, el que nunca me atreví a ser – dijo, y su voz sonó similar a la de un niño.
Omar y yo cargamos lo poco que quedaba de Fernando hacia la puerta. Hidalgo Díaz Gutiérrez nos despidió desde la silla, de espaldas, inmóvil. Tan inmóvil como la vez que soportó el frío sabor del desprecio.


Walter Gerardo Di Felice
Islas Orcadas 3551 – Bahía Blanca
Argentina
walterdifelice@hotmail.com


Texto agregado el 09-01-2004, y leído por 406 visitantes. (0 votos)


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