Nació de una cruza entre un gorila y una australiana. Los doctores Mc Kenzie y Donovan, osados investigadores que llevaban a la práctica cuanta idea se les ocurría –ya habían obtenido un pez-canario, una mosca-gallina y un perro-leopardo-, se sobaban las manos al contemplar aquel espécimen que podría muy bien catapultarlos al premio Nobel de Medicina. La verdad es que el goriguagua se parecía más a su madre –una rubia australiana estupenda- que a su padre, un gorila africano que en esos momentos retozaba entre los árboles del jardín zoológico de Bremen. Pero el llamado de la selva se manifestaba en su llanto, una especie de desgarro interno que helaba la sangre y que desentonaba con los tradicionales agú, agú de los bebés normales. El goriguagua pesó 15 kilos por lo que fue necesario mandarle a fabricar pañales especiales. El pequeño, que de pequeño no tenía nada, fue objeto de masivas exposiciones y los medios de todo el mundo concurrieron a cubrir este extraordinario suceso. Es menester dejar en claro que cuando se anunció su llegada al mundo, todos pensaron que se trataba de una broma ya que el parto se produjo el 28 de diciembre, día de los santos inocentes. Pero bastó que el doctor Donovan expusiera al bebé frente a una cámara web para que se produjera la estampida, se colapsaron todos los terminales aéreos, los hoteles no daban abasto para contener a tantos periodistas y curiosos y toda la atención mundial se concentró en el Hospital de Melbourne, quedando rezagadas, noticias tan importantes como la gira del presidente de E.E.U.U. a los países bajos, o la crisis matrimonial de la princesa de Mónaco.
Para redondearlo todo, el goriguagua nació en el año del mono según el horóscopo chino, lo que le auguraba una vida dichosa y plena. La madre se fue a vivir con padre e hijo a las afueras de la ciudad, ya que no deseaba que su pequeño sufriera las secuelas de un matrimonio separado y además porque necesitaba amplio espacio para que su primogénito jugara e hiciera sus acrobacias junto a su padre. Terence, que así fue bautizado el aniniño, se alimentaba de un compuesto de leche y hojas que le preparaba Helen, la madre. A los doce años, Terence ya era un adulto que medía poco menos de un metro y noventa, que hablaba perfectamente el inglés y que se había titulado con honores de Ingeniero farmacéutico.
Terence estaba enamorado. La niña, una hermosa pelirroja llamada Cinthia, correspondía a este amor, a sabiendas que materializarlo en algo más concreto era imposible. El joven le había pedido consejo a su padre y este meneando su lomo plateado, se rascaba la voluminosa cabeza negra, lo miraba con sus ojos profundos y emitía unos tristes quejidos que equivalían a algo así como “las estrellas siempre callan” antiguo mensaje cifrado que sólo lo comprendían los que llevaban sangre de gorila en sus venas.
La madre sólo deseaba que Cinthia se alejara de su hijo porque nada bueno podía resultar de todo aquello. El caso fue conocido por la prensa, nuevamente la residencia de los Palmer, apellido del gorila padre, se atiborró de cámaras, de flashes y de curiosos. En su dormitorio, Terence miraba fijamente el horizonte con sus ojos tristes de gorihumano.
Cinthia, por su parte, recibió el repudio de sus padres, que como podía ser, que serían el hazmerreír de todos, que no era nada de halagador emparentarse con un gorila, que esto y que lo otro. La chica lloró mucho por este amor imposible, ya que amaba Terence porque era inteligente y sobre todo muy mono. Recomiendo a los lectores no reírse en este punto de la desgracia de la chica.
El escándalo fue mayúsculo. La noticia se supo a primera hora y fue portada en todos los diarios, la madre de Cinthia fue internada en una clínica, su esposo amenazó con demandar a los padres de Terence, la madre de este agarró al gorila padre y se fueron a vivir a Borneo. Mientras viajaban, el gorila, desde su jaula, miraba al cielo y murmuraba en su idioma gutural: “las estrellas siempre callan”. No sería nada de desagradable conocer más adelante a su nietecito…
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