MADRE



Madre, con qué naturalidad te enfrentas a la muerte. Con qué alegría llevas tus sufrimientos. Qué prudencia te alumbra para tener a tus hijos siempre contentos. Por qué, después de hablar contigo, los problemas pierden su aspecto gigantesco y todo parece más fácil. Por qué te fundamentas en tu religión para tu actuar diario y sin embargo no intentas nunca conducirnos a ella. Contigo nadie se aburre, cuentas historias viejas y, aunque a veces las repites, siempre varías la forma de decirlas, quizás porque sabes que te repites y también sabes que llenas huecos en quienes te escuchamos. No te importa decir que tienes este o aquel defecto cuando, en realidad, nos estás demostrando con tus hechos que los estás superando. Me gusta cuando cantas haciendo tareas, las más aburridas, las más pesadas para tu edad. Y esos chascarrillos medio fuertes que aprendiste en tu juventud que sueltas cuando menos se los espera.

Pero la vida ha sido dura contigo. En el último tramo te han atado las alas. No por ti sino por mi padre enfermo, mudo, bebé.

Bien mereces alguna alegría que te descargue de ese potente peso.

Si los abatares de la vida los pone Dios en un plato de la balanza de su justicia y en el otro la fuerza de poder sobrellevarlos, tú eres muy fuerte.

Aprendo lo que puedo de ti, madre.



A mi madre.