Escribimos, nos proponemos trascender la perecible materia y acudimos al diccionario como sacrosanto enclave para darle el sentido exacto a cada una de nuestras frases. Las palabras nos embargan, nos atoran y debemos vestir y alhajar esas ideas, cada una con su traje exacto, cada cual con los adornos que mejor la favorezcan, somos artesanos, hilvanamos, cosemos y descosemos lo cosido para realzar algún vuelo, repasamos, nos alejamos para contemplar el todo sin dejarnos llevar por el detalle nimio, nos lo quedamos mirando hasta sentir ese cosquilleo que nos dice que lo que hemos logrado, tiene algún valor. El corazón se nos va calentando a medida que nos internamos en nuestros propios laberintos, creamos, somos dueños de la forja, del horizonte y del destino, somos trashumantes, nihilistas, emuladores de deidades, levantamos nuestro cuello hasta atisbar ese futuro que indefectiblemente se nos niega. Aún así y al borde del desternille, imaginamos probables caminos y los hacemos concretos para que en esas veredas transiten nuestros ensueños.
Escribimos, tomamos entre nuestros dedos cada vocablo y lo examinamos con afán de miniaturista, lo saboreamos, nos deleitamos al verlo acojinado entre un par de morfemas, nos envanecemos al sabernos hacedores de milagros, fabricantes de ilusiones, sublimes mentirosos de la grandilocuencia. Somos orfebres, tomamos cada pieza y le damos la dimensión exacta, la noción y el brillo justo. Después, fabricamos un avioncito de papel con nuestro escrito y lo lanzamos a los aires para que sobrevuele el espacio por algunos segundos y en esa minucia de tiempo, nos creemos perfectos…
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