Se desplazaba de un lado a otro, moviendo sus patas gruesas, acostumbradas al frío polar. Levantaba su narizota y no olía aromas en lontananza, los témpanos parecían haber cambiado de color, la inmensidad se había abreviado y ninguna aurora boreal se dibujaba en ese cielo inmenso y estrellado. El oso se daba vueltas en círculo como un esquimal extraviado, no atinaba a comprender que había sucedido con el resto de la fauna, tan escasa como escasa era la luz que ahora iluminaba su entendimiento.
Generalmente, les endilgamos a los animales nuestras costumbres, vicios y creencias. Visto desde ese prisma, el oso parecía realmente desorientado y cualquier cristiano que lo hubiese atisbado, habría pensado que un viejo amor se perdió en la vastedad blanca, que sus dioses emigraron a otros lares, que la desesperanza se encarnizaba con ese ser de pelaje tan augusto y estampa tan gallarda. Aún más, el animal parecía haber enloquecido, por alguna extraña razón había perdido su norte, mas ¿No nos habría sucedido a nosotros lo mismo si una mano extraña nos despojara de nuestro entorno para reubicarnos en una habitación de cristal? ¿Un cubículo accesible a las miradas curiosas de cualquier transeúnte?
Eso le sucedía a ese oso polar. Estrechado su horizonte en una cárcel en la cual se le brindaba la apariencia de libertad, el animal no discurría, sin embargo, que, cual más, cual menos, todos los seres vivientes somos prisioneros de las circunstancias y que este encierro, a menudo, a pesar de ceñir nuestros pasos a una superficie limitada, no es la más elocuente ni la más rotunda de todas las cárceles si el espíritu libertario permanece vivo en cada uno de nosotros…
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