El niño hace su tarea y acumula datos que por algún motivo no tiene ningún deseo de memorizar pues el mañana es incierto, oscuro, azaroso. Toma entre sus manitos un lápiz y piensa que este adminículo debería transformarse en una varita mágica para aventar todo el terror que se agazapa tras la puerta de su vivienda. Hace poco, uno de sus amiguitos fue destrozado por una bomba cuando iba con destino a su colegio, el no atina a comprender que pudo haber hecho mal ese pequeño compinche para sufrir tan horrendo castigo. ¿Será verdad que su dios fue el primero que huyó para salvar su reino? ¿Para que estudiar geografía si ya sabe que su país limita con el miedo y que los meridianos y paralelos sólo dibujan la incertidumbre? ¿Qué es un mapa sino el rayado en el piso que contornea los cuerpos abatidos? No. El niño ya no desea estudiar, no tiene ganas de aprender porque las sibilinas balas lo distraen a menudo, sabe que la familia es sólo el milagro que sobrevive a una encerrona o a una bomba traicionera. Y también sabe que si cruza esa puerta, el odio acre, el que huele a sangre y carne quemada, se le meterá también en su cuerpo y entonces odiará por odiar, porque es hasta saludable, porque lo conducirá inevitablemente a alguna trinchera, a cualquiera, con tal de conservar el pellejo y tener un enemigo al cual asesinar. No, el niño ya no desea estudiar porque las matemáticas ahora son sólo resta y división, todo lo demás quedó obsoleto, son las matemáticas de la muerte, de lo cotidiano, es el imperio de la desdicha que, quiéralo o no, se mete a la fuerza en sus genes para transformar la imbecilidad en otro elemento más del genoma humano…