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Lento, amargo animal
que soy, que he sido,
amargo desde el nudo de polvo y agua y viento
que en la primera generación del hombre pedía a Dios.

Lento desde hace siglos,
remoto – nada hay detrás --,
lejano, lejos, desconocido.

Lento, amargo animal
que soy, que he sido.

J. Sabines.

Hay un punto de partida: la sociedad en que vivimos reconoce en el conocimiento y en el proceso de creación de conocimiento uno de sus activos principales, y uno de sus sentidos como “sociedad”, porque se asume que el conocimiento es, siempre, un producto social y no individual.

Podemos decir, que crear conocimiento es un asunto colectivo, multimodal, que involucra a muchas personas, y que cobra valor en la medida en que forma parte de una red. De ahí la imagen de que un conocimiento generado por un individuo o una comunidad aislada, que no se vincula a una red, está condenado a dispersarse precisamente en la medida en que el individuo o la comunidad desaparezcan. Como argumento en San Agustín, encontramos que la sabiduría no es individual sino colectiva: “…el falto de sabiduría es un indigente—respondió.--¿Y qué es tener indigencia o necesidad?—Carecer de sabiduría --dijo. --¿Y qué es carecer de sabiduría? Como callase, le dije yo: ¿No es tal vez vivir en la estulticia? -- Eso es—respondió.”

En este argumento, uno apalea a preguntarse si la conducta y la deliberación de la conducta por parte de los individuos conforman un conocimiento: un conocimiento general sobre la vida, el significado del bien o de lo mejor, una percepción de lo beneficioso, el reconocimiento de ciertos fines, la apreciación de ciertos valores o de ciertos principios normativos. Y, si esto es así, y en lo particular considero que puede aceptarse por hipótesis que la conducta, como la deliberación y la reflexión moral son conocimiento, otra cuestión será si existen redes de conocimiento moral. Como las formas de vinculación, discusión, análisis de ese conocimiento moral a un nivel subjetivo, que constituyen a la vez que centros de obtención de conocimiento moral, y puntos de transmisión de modificaciones de la conducta, generación de nuevas formas reflexivas sobre la conducta. Pero aquí cabe preguntarse ¿Qué soy?, ¿Qué he sido? Por que en palabras de Agustín: “… en la verdad se conoce y posee el bien sumo, y la verdad es la sabiduría, fijemos en ella nuestra mente y apoderémonos así del bien sumo y gocemos de él…”

En consecuencia se ve que estas redes pueden perfectamente bien ser institucionales –universidades, iglesias, grupos comunitarios- o ser redes informales sin estructura completamente institucional. En la medida en que el impulso de la transformación o conservación de un grupo de conductas y saberes morales, depende de estas redes, su identificación, análisis, y estudio deben constituir, en lo próximo, uno de los principales puntos de reflexión ética.

Como en el caso de los cristianos que han dejado de pensar en el mundo como una creación, como una entidad ordenada y armónica que es el firme reflejo del bien. Pero el reproche a los cristianos va mucho más allá porque se les reclama que ya no sea la razón ni el ejercicio lo que conduzca al bien. Este bien visto como una red que atraviesa todo y no deja cosa alguna a su paso, solo el vació que no tendrá razón de ser si no es pensado.

Es significativo que ni la razón ni el ejercicio constituyan camino alguno hacia la virtud, porque precisamente muestra cuán ajena es la idea de que el camino moral es extrictamente interno. Sin embargo, atina a ver en ese desprecio por el mundo la razón de la falta de una “educación” moral. A final de cuentas, el cosmos es el gran maestro de la moral clásica, es la prueba tangible de la perfección, pues a través de la belleza, como afirma Platón, es posible percibir el bien.

Pero la moral de san Agustín está fundada en su asombro por la plenitud que encuentra en aquello que constituye una certeza, más allá de que está sea en él la convicción de la existencia de Dios.
El pasaje que citaré a continuación proviene del segundo libro de De libero arbitrio, la primera obra donde Agustín elabora su pensamiento de manera extensa después de su conversión al cristianismo. Ahí, describe así la certeza:

… aquella hermosura de la verdad y de la sabiduría, mientras persista la voluntad de gozar de ella ni aun suponiéndola rodeada de una multitud numerosa de oyentes, excluye a los que se van llegando, ni se emite por tiempos, ni emigra de lugar en lugar. Ni la interrumpe la noche, ni la interceptan las sombras, ni está subordinada a los sentidos del cuerpo. Está cerca de todos los que la aman y convergen a ella todas las partes del mundo, y para todos es sempiterna e indefectible; no está en ningún lugar, y nunca está ausente; exteriormente aconseja e interiormente enseña; hace mejores a los que la contemplan, y a ella nadie la hace peor; nadie juzga de ella y nadie puede juzgar bien si ella.

Podemos creer que habla de la certeza porque caracteriza la hermosura de la verdad como aquello de “lo que nadie juzga, pero por la que nadie puede juzgar bien sin ella”. De hecho, más adelante en el mismo De libero Arbitrio dirá que “… la verdad es, sin duda alguna, superior a nuestras inteligencias, que si llegan a ser sabias es únicamente por ella, que no juzga de ella, sino que por ella juzga todas las demás cosas.”

Es una idea de la imposibilidad de discutir razones para sostener la verdad, pero que en cambio, no hay explicación posible sin la presencia de ella es precisamente la caracterización que hemos hecho de la certeza. Además, Agustín añade dos elementos más: no está subordinada a los sentidos, es decir, no tiene por qué ser apreciada externamente y, dos, que persiste mientras “exista la voluntad de gozar de ella”, por eso está “cerca de todos los que la aman”. Entonces podemos ver como la inteligencia:

Ve con certeza la multitud de cosas que hay inconmutablemente verdades, se orientan hacia la misma verdad que todo lo ilumina, y, adhiriéndose a ella, parece que se olvida de todas las demás cosas, y, gozando de ella, goza a la vez de todas las demás porque… en todas las cosas verdaderas lo es precisamente la virtud de la misma verdad.

Esta última aseveración recalca, sin embargo, la naturaleza sensible de la certeza, puesto que es gozada y amada. Pero además, que ese goce y ese amor se producen por voluntad. Es decir, la certeza no se encuentra ni en la naturaleza, ni es producto de deducción o inducción alguna, sino que es alcanzada por elección. El cristiano actualmente olvida esta elección, por convicción o mejor dicho por certeza.

Y esta afirmación resulta un tanto paradójica, porque afirmar que la certeza es elegible parecería anular el sentido mismo que ésta tiene. Y, sin embargo, no es así por el simple hecho de que el hombre es un ser temporal.

Para los gnósticos –y no olvidemos que Agustín se formó entre los maniqueos- en la eternidad de Dios (Nous) no hay diferencia entre el deseo y lo deseado, pues ambos constituyen una sola cosa. Pero la caída del hombre, su entrada a la esfera del tiempo, significa, simultáneamente, su alejamiento de lo deseado –Dios- y la ruptura de esa unidad divina del deseo de la que él mismo participaba.

Así, el tiempo distingue en el hombre el deseo de lo deseado, creando un espacio, en el que se da la elección, que en realidad sólo oculta un hecho aterrador: que en el tiempo, el deseo y lo deseado nunca serán nuevamente una unidad.

A la postura de san Agustín sobre la temporalidad del hombre, subyace esta intuición básica del gnosticismo; sólo que en él se manifiesta como la evidencia de que no podemos poseer –en sentido pleno- nada que sea temporal. La razón es simple: todo aquello que es temporal o muda o desaparece. Así, cuando lo deseado es algo que pertenece al orden del tiempo, el deseo quiere algo que es fugitivo y por tanto, cuando lo alcanza, sólo abraza un tránsito. Por eso para Agustín, cuando creemos que elegimos en este mundo, en realidad, elegimos nada. Lo que deja la red, lo que no tiene razón de ser si no se piensa.

Preferir una cosa a otra en donde nada permanece, es absurdo o:

¿es que debe mirarse como castigo pequeño el que la libídine domine a la mente y el que, después de haberla despojado del caudal de su virtud, como miserable e indigente, la empuje de aquí para allá a cosas tan contradictorias como aprobar y defender lo falso como verdadero; a desaprobar poco después lo que antes había aprobado, precipitándose, no obstante, en nuevos errores; ora a suspender su juicio, dudando las más de las veces de razonamientos clarísimos; ora a desesperar en absoluto de encontrar la verdad, sumiéndola por completo en la tinieblas de la estulticia; o bien a tomar con empeño a abrirse paso hacia la luz para caer de nuevo extenuada en la fatiga? Debiendo añadirse a todo esto que las pasiones ejercen su dominio sobre ella cruel y tiránicamente, y que a través de mil y encontradas tempestades perturban profundamente el ánimo y vida del hombre, de una parte, con un gran temor, y de otra, con una vana y falsa alegría; de una, con el tormento de la cosa perdida y sumamente amada, y de otra, con un ardiente deseo de poseer lo que no tiene; de una, con un sumo dolor por la injuria recibida, y de otra, con un insaciable deseo de venganza. A donde quiere que este hombre se vuelva, la avaricia le acosa, la lujuria le consume, la ambición le cautiva, la soberbia le hincha, la envidia le atormenta, la desidia le anonada, la obstinación le aguijonea, la humillación le aflige…

En lo temporal, entonces, no existe posibilidad alguna de certeza. Antes bien, como ha escrito Agustín, toda elección de lo mudable conduce a la tempestad de lo incierto. Y ese es uno de los problemas, sino que el mayor, de tratar de encontrar el bien en el mérito de las acciones de los hombres: que no ofrecen certeza alguna, pues lo que hoy puede ser meritorio, mañana puede ser su contrario.

Por eso, la certeza es una elección, sí, pero una cuyo objeto no es temporal. Porque la voluntad sólo puede equivocarse en la medida en que los objetos de su elección son temporales, sólo en cuanto se deja llevar por la libídine. En el capitulo dedicado a la certeza en Tratados, se inicia así: “¿Cómo sabemos, objeta el académico, que existe el mundo si los sentidos nos engañan?—Nunca vuestros razonamientos han podido debilitar el testimonio de los sentidos, hasta convencernos de que nada nos aparece a nosotros…”

Por esto el paso que Agustín ha dado aquí es fundamental en muchos sentidos. Pero quizás el más importante es que ubica la nueva búsqueda de la ética, como interior al hombre, en la forma del objeto de la voluntad. Un objeto que no puede pertenecer al orden del tiempo, pero que ha de poder ser sentido, gozado y por lo tanto amado por la voluntad. Pues de ninguna otra forma, podría movernos hacia el bien.

Agustín identifica ese objeto de la voluntad con la convicción de que existe un Dios único. Pero como señala él mismo en De libero arbitrio, “la prueba de la existencia de Dios se deriva de la seguridad de certeza y no al revés” . Esto es fundamental para entender que para Agustín la elección de la voluntad recae en la certeza y no en el contenido específico de la creencia en Dios. Esta, aunque él no pueda señalarlo por razones más que obvias, es sólo uno de los contenidos posibles de la certeza. Certeza que hoy se pierde, que no vemos que olvidamos, que nos deja con la pregunta, nos deja lentos, amargos, como el animal de Sabines.

Porque en efecto, lo menos relevante para la ética aquí es la creencia específica en el Dios cristiano. Esta queda, necesariamente a la sombra de la idea, más decisiva, de la existencia de una estructura ética que es descrita por Agustín como fundada en una voluntad de certeza cuya función es librar al hombre del agobio de la tormenta de la indecisión y la incertidumbre. Una voluntad cuyos objetos legítimos de certeza son presentados como intemporales pero capaces de producir una sensación de gozo por la cual son buscados en función de ellos mismos. Dejarnos fuera de la red y fundamentar nuestra nada, crear nuestras estructuras, no ser olvidados, poder formar nuestra propia ética, pero no como pueblo olvidado.

La mayor virtud de la certeza, sin embargo, es la seguridad. Esa fuerza que permitió a los cristianos enfrentar el reto de hacer prevalecer su fe frente a la ausencia de toda evidencia física y la oposición de un cuerpo social hostil a ella. Porque aun cuando no encontremos un contenido específico para la certeza, es suficiente con la seguridad que proporciona para garantizarnos que no nos equivocamos. Encontramos precisamente la idea de cómo la certeza, más allá de poseer o no un contenido específico, es constitutiva de la seguridad que hace absurda la noción de error, como hace absurda también la noción de mal, categorías ambas que en Agustín sólo tienen sentido en la medida en que la voluntad busca sus objetos en el orden del tiempo.




Bibliografía:
SABINES, Jaime, Antología poética, México, Ed. F.C.E, c 2005, p. 422. (Colección conmemorativa 70 aniversario núm. 32)
DE CANTERBURY, San Agustín, Tratados, México, Ed. SEP, c 1998, p. 235.
____________. Obras de San Agustín Vol. 2. De libero arbitrio, Madrid, Ed. BAC, c 1964, p. 943.
BLANCO, José, Antología de ética, México, Ed. UAEM, c 1995, p 252.


Texto agregado el 19-07-2006, y leído por 202 visitantes. (0 votos)


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