A el Negro Velorio "Juan Candela Brito" que en esas noches plenilunares nos hizo olvidar momentos dificiles cuando teniamos que enterrar a nuestros amigos y paisanos.
Una vez hubo un hombre por la provincia de La Guajira llamado Juan Candela, que era de pico fino para referir cosas nacidas de sus experiencias.
Por ese entonces nos juntábamos cerca al cobertizo y se colocaba un quinqué en medio de todos. Allí venían: Álvaro “Chongue” Brito, Pedro “Pindéngue” Mendoza, Gilberto “Keko” Daza y otros que ya no recuerdo. Luego, en cuanto Juan Candela empezaba a hablar, uno se ponía lelo escuchándolo. No había canto en el monte ni sonido en la guitarra que Juan Candela no se sacara del pecho. Uno se movía, se daba golpes en las piernas espantándose los mosquitos, pero seguía ahí, con los ojos fijos en la cara de Juan Candela, mientras él se ayudaba con todo el cuerpo y relataba con voz distinta a la suya cuando hablaban los otros personajes de la historia. Allí le escuchaban hasta tarde de la noche, con el cuerpo doblado por el sol a cuestas del día, uno llevaba metido y aguzado el oído para las cosas que pudieron haber sido y no fueron.
Pero, eso sí, a Juan Candela nunca se le pudo contradecir, porque cerraba las historias con una mirada de imposición en redondo y uno se quedaba callado viendo cómo el hombre tenía algo fuerte metido en su cuerpo. Preciso, certero, Juan Candela sacaba la palabra de la mochila de palabras suyas y la ataba en el aire con un gesto y aquello cautivaba, adormecía.
Por eso contaba cosas como éstas: Me encontraba en el monte de cacería, cuando divise una paloma ”Ojo de Plata”, parada en una rama seca de un gran árbol, le apunté, y el disparo fue efectivo, matando la paloma de más de libra y media de peso, el tiro como era de chorro, cortó la rama hueca y allí justo tenían sus paneles de miel, un enjambre de abejas cargabarro, y al ver semejante chorro de miel que venia hacia el suelo, ágilmente le metí la tinaja y sin derramar ninguna gota la llené; pero la suerte no termina allí, al revisar el sitio donde cayó la rama encontré quince conejas aturdidas por el golpe o por el susto, las cuales eche en un saco.
Seguí caminando monte adentro, pero por la tardecita se me agotó el agua del calabazo, entonces logré identificar en una horqueta una tinaja que había dejado unos años atrás colgada y llena de agua, como estaba en lo frondoso del árbol, me era imposible treparlo por el grueso del tronco, decidí perforar la tinaja con un tiro de balín de media pulgada, y en efecto di en el blanco, tomé suficiente agua del chorro que se me vino encima, llené la vasija que tenía para aprovisionarme, y enseguida puse una tusa en la boca de la escopeta y con mi último cartucho al cual le extraje el balín, disparé al hueco de la tinaja y la tape nuevamente, para no desperdiciar el agua que aún tenía el recipiente.
Déjenme decirles que yo había llegado a la provincia sin conocer más que al sol y a las estrellas.
Estaba en una brecha del monte al pie mismo de la Sierra Nevada. Un monte de esos que son un techo verde en veinte leguas. Me encontraba sin municiones cuando una manada de tigres me salió al paso, me tocó retroceder dos días de camino y para preservar mi vida me tocaba subirme al árbol más delgado y pasar la noche amarrándome con una manila para no caerme mientras dormía, al tercer día veo a la distancia y solo un tigre me seguía, una tarde mientras descansaba dormitando al amparo de un árbol de Corazón Fino me llegó desde el follaje una voz que me dijo, “El tigre que te sigue es tu Ángel Guardián, no tengas miedo”. Quedé de una sola pieza, cuando siento a mis pies la cola del tigre acariciándome en señal de amistad, le toco la cabeza suavemente de agradecimiento, de ahí en adelante el tigre caminó a mi lado. Así que después de cierta hora llego a mi casa, quito las trancas de entrada al patio, el tigre pasó de un salto y se acostó bajo el palo de almendro. A la mañana siguiente bien temprano escucho el ruido de las trancas y ya veo por la ventana que el tigre se aleja, salgo al patio para borrar las huellas de mi inesperado compañero y con sorpresa que no encontré ninguna pisada. Juan Candela, con la mano abierta, dio tres suaves golpes a la mesa que le quedaba a un lado, tomó el ultimo sorbo que le quedaba del trago y dijo: “Lo del tigre es cierto”, y allí se sintió por un instante, un silencio duro, todos quedaron serios y mudos, tratando de digerir la sorpresiva aseveración; seguidamente Juan Candela se levantó y salió, abandonando la reunión sin despedirse dirigiéndose a su vivienda. Cuando los presentes reaccionaron, siguieron el ejemplo del Chongue, salieron detrás hasta el portón como para desmentirlo de su farsa, ya Juan Candela iba a cien metros de distancia, y a su diestra caminaba un tigre como lo hace un perro al lado de su amo; nadie quiso llamarlo, o mejor dicho a nadie le salió voz, todos quedaron estupefactos, el Chongue después de observar semejante visión, desde el portón, solo alcanzó a confirmar, “Lo del tigre es cierto”. Y volvió la espalda para perderse en la oscuridad del cobertizo.
El arroz siguió creciendo y la maleza dando guerra. Guerra que nos permitía ir tirando del «tiempo muerto» para madurar la cosecha. El poco jornal y los vales seguían también. Algunas noches oíamos desde el cobertizo la guitarra del caporal en la vivienda. Pero Juan Candela no contaba ya. Y nosotros allí en la puerta con lo pobre de nuestros recuerdos y el cajón de Juan Candela siempre desocupado.
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