20% de descuento
Considerablemente más inflado que dos años antes, entra de nuevo moviendo el par de puertas giratorias de madera estilo cantina western. Si no estuviera tan relleno, juraría que era la imagen viva del Clint Eastwood de los spaghetti. Si no estuviera vestido de elefante rosa y si no tuviera puestas esas exquisitas botas de cocodrilo, si no llevara las cadenas doradas al cuello o el letrero de 20% de descuento pegado en la frente o las gafas oscuras estilo príncipe del rap, si no fuera por las alas de libélula pegadas en la espalda con cinta gris heavy duty, juraría que era el mismísimo Billy the Kid el que entraba en el bar. Se sienta en un banco alto de madera cerca de la barra.
Tras el impacto inicial, dos, seis segundos, la gente deja de mirarlo. Cosas más raras se ven a diario en el centro de la ciudad anaranjada. Y más si son las seis y trece y el tsunami de naranja pasa empapando todo y quitando de un empellón todo lo que uno conoce de las cosas. Que si uno ha vivido 5 años, poco sabe de las cosas y poco nota el cambio. Pero que si ha vivido 73, es posible que usted se maree un poco, se pierda y no vuelva a su casa. Es posible incluso que lo recoja en el cementerio un taxista de Coopebombas muy amable, que usted le parezca sospechoso al pobre con esa cara de desubicado; que lo mire varias veces por el retrovisor, es posible. Incluso que hablen y a usted en medio del desubique le diga que lo deje en tal casa de Robledo, pero que después de bajarse se de cuenta que no es la suya, que usted vive en Pedregal, cerquita del Consumo, que se le quedó la chaqueta gris en el taxi, que despierte de la confusión. Es posible que por culpa del naranja de las seis y trece en Medellín, un pobre taxista vaya al otro día a dejarle la chaqueta a la casa de Robledo, le abran la puerta y le digan que no, que qué clase de charlita es ésta desgraciado ijuep***, si mi papá murió hace años y está enterrado en el cementerio Campos de Paz. Justo donde lo recogieron a usted, casualidad. Porque como diría Espinal en su libro, “allá entierran a todo el mundo” en esta ciudad anaranjada en que somos tan poquitos que seguramente el muerto se llamaba como usted y tenía una chaqueta gris.
Después que la gente deja de mirarlo hace lo mismo que hace dos años. Pide dos copas vacías y un mamey pintón. Yo le digo, mientras limpio unos vasos de cerveza, que no tenemos copas vacías, que si quiere le doy dos con guaro y él verá si los riega, y que el mamey está tirando a maduro. El se baja un poco las gafas, me mira con los mismos ojos que hace dos años y yo dejo de limpiar el vaso. Me volteo, me tomo un guaro, el otro lo echo por el desagüe, porque trabajando es mejor no pasarse con el trago, y busco el mamey más pintón. Seco las copas y pongo todo en la barra frente a él.
Esa fue la pinta con la que lo encontraron en el Éxito al otro día. Por más que intentaron quitarle esa ropa, nadie pudo, él se bajaba las gafas y los miraba con unos ojos que saben lo que es una noche dentro de un almacén gigante, nadie se atrevía. Que en cinco minutos estaremos cerrando nuestras puertas, dingdong. Que evacúe el almacén, dingdong. Y él midiéndose unos pantalones. Finalmente cierran y se van todos, él sale del vestier porque apagaron la luz y no ve los botones del pantalón, sale y tampoco ve a nadie, no ve nada. Y los ruidos del viento en los corredores, de las verduras envejeciéndose, del quesito vinagrándose, del Corn flakes y las galletas can-can perdiendo el crocante, de los perfumes esfumándose, de los condones venciéndose. El frío. El Éxito es un almacén enorme y caliente cuando hay gente, pero cuando se va… Nadie quiere tener la suerte de cómo él, quedarse encerrado una noche en un sitio así. O en un colegio sin niños, o una cárcel vacía. Los sitios que fueron hechos para que la gente los desgastara con sus pies, cuando están solos pierden el alma, y todo el mundo sabe qué tan fastidioso puede ser un edificio cuando pierde el alma. Mucho más él, en su disfraz de elefante rosado.
Coge los mamey, los parte en mitades. Se quita las gafas oscuras, pone las copas en los ojos como dos lentes de relojero, y se come los mamey con destreza. Se quita las copas de los ojos, se limpia en la piel de elefante rosa, se pone las gafas y se para. Mira el reloj, se voltea, toma la bola cinco del billar, la mete en el disfraz y sale por la puerta estilo western. Sigue calle abajo y mientras el naranja comienza a caer sobre su cabeza (son las seis y trece) y los confundidos y visiblemente enfadados billaristas van detrás suyo, comienza a desaparecer. El lado izquierdo antes que el derecho, el efecto del naranja de Medellín lo camufla en su piel rosada, hasta que a las seis y catorce, finalmente desaparece todo. Justo como hace dos años. Cuando estaba un poco menos relleno y tomó la bola cinco del billar. Afortunadamente ahora sé donde consigue uno bolas cinco, porque hace dos años la mesa estuvo con dos bolas cuatro (que se consiguen fácil en una tienda en la esquina de Junín con Maracaibo) durante dos meses, hasta que encontré mi bola cinco, que ahora se lleva de nuevo el elefante rosa.
A primera hora del día siguiente salgo y cojo la buseta santra, que me deja cerquita del colegio San Ignacio. Tengo puesto un casco de moto que me prestó uno de los meseros. Me bajo una cuadra antes y comienzo a subir, rodeando esa mole jesuítica. En la parte de atrás, al frente de un edificio blanco, en una cuadra cerrada, hay una carpa rosada. Un letrero del Éxito decora la entrada, que está ahora cerrada. Yo avanzo, feliz de saber que el sitio aún existe y que pronto voy a recuperar la bola cinco. Hace dos años, cuando él estaba menos rellenito, la cosa fue mucho más difícil, porque siempre sale a conseguir sus bolas cinco a las seis y diez, seis y cinco, con tiempo suficiente para poner las copas en sus ojos, comerse el mamey y salir disparado con su bola de billar desapareciendo el lado izquierdo y después el derecho mientras la luz naranja de Medellín lo baña en un tsunami húmedo y violento y dos gorilas lo persiguen por dañar su juego de billar. Ese día, casualmente lo vi desde un taxi cruzar al frente del San Ignacio, donde al parecer los Jesuitas tienen dos francotiradores listos siempre por si quiere entrar en su alegre nido de ciencia y de valor. Lo vi y le dije al taxista que listo calidoso, que me dejara ahí. Lo seguí prudentemente y descubrí su carpa rosa. Este año, camino hacia la carpa, sigiloso, no muy preocupado, porque se que ahora tengo casco, y de moto. Finalmente, un letrero en el piso escrito con tiza advierte: “no paze”, una raya que va de la malla del colegio hasta el edificio blanco, parece indicar el límite. Yo, como hace dos años, ignoro la advertencia y continúo. Justo cuando el pie de atrás de un paso normal estaba a punto de separarse del suelo, la carpa se abre, sale el elefante rosa y con una destreza increíble en tan relleno animal, saca una bola cinco del disfraz y la lanza directo a mi cabeza. TAS! Justo en el casco. Afortunadamente tengo casco, y no como hace dos años, cuando quedé tendido y sangrando con semejante golpe billarístico. Con la bola cinco que es la más dura. Este año, tomo la bola y me voy alegre para el bar.
Unos días después, saliendo para el trabajo, pasa el bus cerca del Éxito de Colombia. La gente se aglutina alrededor y los carros no se mueven. Yo prefiero bajarme del bus y seguir caminando. Cuando llego al gran almacén, veo un letrero con tiza al rededor que dice, NO PAZE y una raya que marca la frontera rodeando el edificio. En las puertas y ventanas miles de bolas cinco de billar taponan la entrada de los confundidos vigilantes. Gente tendida en el suelo con graves contusiones en la cabeza reposa tras el letrero de NO PAZE. Los cientos de empleados no saben que hacer. El tráfico sigue taponado. Y finalmente, el rumor se esparce. El que está ahí es el loco que se quedó hace cinco años, hoy, hace cinco años, dentro del almacén toda la noche. Que no revisaron los vestieres, que el edificio lo enloqueció, que lo volvió como talibán y todo. Yo ya iba a llegar tarde al trabajo, así que seguí mi camino con la certeza de que allí seguro no pasaría nada bueno.
Los bombardeos empezaron esa misma tarde. Tras varias advertencias con megáfonos de que salga o nos veremos obligados a usar la fuerza, tras varios policías alcanzados por los poderosos lanzamientos en sus cabezas, el presidente dio la autorización para el bombardeo controlado sobre las instalaciones del Éxito. Hasta el amanecer día siguiente se oyeron las explosiones. Y cuando de nuevo iba al trabajo, pasando en el bus, vi el hueco enorme que dejó en la avenida Colombia la ausencia del Éxito. Aun se veía la línea límite trazada por el elefante rosa alrededor de lo que fuera uno de los almacenes más tradicionales de la ciudad. El viento levantaba las cenizas, por lo que el chofer nos pidió cerrar las ventanas. La danza de partículas negras era hermosa. Finalmente, justo cuando terminábamos el recorrido frente al cadáver de la que fuera la bestia del consumo, un letrero de 20% de descuento quedó pegado de la ventana en que yo estaba, abrí, lo tomé, lo metí en la mochila y seguí al trabajo con una sonrisa pequeña, imperceptible.
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