Una idea sobrevolaba libre y desenfadada por sobre los techos de la gran ciudad. La mañana era diáfana y el cántico de las múltiples aves musicalizaba esa hermosa postal de vida.
La idea, conformada por una multitud de agujitas plateadas que ondulaban con la suave brisa, esquivaba la fronda, se internaba en las nubes contaminadas de humo negro que escapaba de las chimeneas. A su paso, la negrura se blanqueaba de inmediato y se trocaba en blancos algodones sobre los que fabricaba su nido un siulángel, el más liviano de los pajaritos. Un gato la confundió con una paloma y trató de asirla, pero sus garras hendieron sólo el aire. Después de eso, el felino se embelleció de tal forma que todas las hembras le hicieron ronda.
Los perros le ladraron pensando que era un alma en pena, mas, la idea continuo su lento tránsito y los canes se quedaron mudos de asombro. La idea sobrevoló la testa de un músico que, de pronto, sintió que mil campanitas iniciaban una bella melodía por lo que, de inmediato, asió su violín y comenzó a cepillar las más vibrantes notas. La idea onduló un momento, como si danzara con la pegajosa melodía y después se elevó una vez más. Un pato silvestre que volaba en sentido contrario, traspasó la idea y sus plumas sonaron como cristales al rozar las agujitas de plata. De inmediato, el ave parpó como los dioses y desde ese día se transformó en el cantor oficial de la bandada.
La idea continuó su travesía y se topó con unas algodonosas nubes que no se decidían a dejarse caer sobre las sedientas cosechas. Bastó que la nube la rozara apenas, para que un torrente de agua cristalina regara esos resecos terrenos, acabando con una sequía de varios meses.
Así, transcurrió el día y todo lo que era tocado por la idea parecía sublimizarse. Cuando ya la noche caía, un búho que esperaba que apareciera la luna para ulular con tristeza, vio pasar aquella idea y sus plumas se iluminaron y se tornaron incandescentes. Tan fascinado quedó el pájaro con este maravilloso efecto, que comenzó a emitir sus más alegres sonidos. Desde un cementerio cercano se escucharon vivaces aplausos y no fueron, por cierto, emitidos por los difuntos, sino por las altas ramas de los cipreses que halagaban al búho por tanta demostración de maestría.
Las aguas del mar embestían la playa y bastó que una sola de las agujitas de plata se precipitara sobre esas encabritadas olas para que, de inmediato, éstas se aquietaran, tornándose mansas y horizontales como un desierto azuloso. El viento nocturno se filtró por las rendijas diminutas de la idea y un sonido de ocarina o flauta dulce se sintió a lo lejos, arropando el sueño apacible de los niños.
Un poeta al que las palabras parecían escasear, fumaba a la luz de la luna. La idea descendió suave y se posó sobre su frente amplia y despejada. Como por arte de magia, el poeta buscó papel y lápiz y comenzó a escribir las más bellas odas que pudo haber creado en toda su vida. Eso le valdría gran reconocimiento por parte de los entendidos y sus letras iluminarían para siempre el corazón de los enamorados.
La idea, al igual que todas las ideas terminó por agotarse y decidió que era la hora de regresar y así se fue desandando todos los caminos hasta llegar a una casita humilde que negreaba un trozo de pradera, ahora iluminada por una tímida luna. La idea se encogió parra filtrarse por una de las ventanas que daba a un pequeño cuarto. Allí dormía profundamente un pequeño y su boquita entreabierta brillaba a causa de una hilera de saliva. La idea se fue empequeñeciéndose hasta transformarse en un pequeño bultito que ingresó por esa boquita fresca y se fue a engrosar el jardín de sueños que engalanaban las noches de ese niño. Este, emitió un suave ronquido, movió sus bracitos cortos y los dejó caer donde mismo. Todo volvió al reposo…
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