El viejo Sebastián está sentado en su sofá
A solas con su soledad, con sus arrugas.
Estira su brazo para acercarse un libro
tan viejo como el mismo.

Abriendo sus hojas cae una foto
La recoge y la mira atentamente.
Es la foto de una mujer
con el mar besando sus pies
que le hace caer en el pasado.

Se ve más joven, más feliz
Ella igual que en sus enterrados recuerdos.
Cogidos de la mano y el destino.
Perdidos en caricias, sin miedo al que vendrá.

Junto a las olas, los ojos de esa mujer.
Besos de atardecer y promesas eternas.
Miradas de complicidad, discursos de trovadores.
El amor despreocupado con su inocencia.

El viejo que huele el mar y su perfume.
Parece que fuera ayer y no 64 los años pasados.
Se pregunta que será de ella
si aun vive, si se acuerda aun de él.

Aparta la vista porque sus tristes ojos
no le dejan ver por la humedad del pesar.
La melancolía se apoya en su hombro
mientras miran juntos la foto.

Pobre Sebastián, cuando la llamó y no respondió
cuando la buscó y no la encontró.
Pobre Sebastián que le llego la derrota
en forma de nota diciéndole que el amor
se va como viene y que el mar será para él solo.

Trató de olvidarla en camas ajenas
y de aliarse con el paso del tiempo.
Pero el destino es traicionero
y se dejó caer en una foto.

Guarda la foto y espera que también las penas.
A sola él y el silencio.
Se queda con la mirada perdida
y en sus labios una sola frase:
“Que duro saber que no hay olvido”.