Tenía los ojos cerrados. Quería abrirlos despacio, muy despacito para que el mar frente a ella emergiera poco a poquito. La mole de agua azul-gris abarcó la totalidad de sus pupilas. Aunque moviera sus ojos - aún en cuarto menguante - de derecha a izquierda, no veía más que agua. Luego de un rato estiró más sus párpados y un delgado hilo le indicó el horizonte mar-cielo.
Julieta estiró los brazos a la altura de su pecho - manos verticales con pulgares perpendiculares al resto de los dedos. Enmarcó el cuadro. Lo acuñó en el cerebro.
Luego lo olvidó. Por años.
En ese ínterin, entre acuarela mental impresa y hurgada de neuronas para su reaparición, Julieta se casó y echó tres hijas al mundo. Se divorció y tuvo un amante. Lo dejó y tuvo otros tres.
Así resumía su vida. En escasas frases. No necesitaba de más. Los otros días que llenaban las páginas de su vida, en este preciso momento, se podían seleccionar y, con un leve clic en el mouse, suprimir.
Un día se fue, sin dejar noticia. Sus hijas no se preocuparon demasiado. Respetaron su voluntad y siguieron con sus vidas. Cada una con la suya.
Llegó a Martibio en septiembre, cuando el mar se enturbia por los ríos cargados de barro provenientes de la sierra.
Se instaló en la casa de huéspedes de doña Lucha. La habitación era pequeña y sobria, pero limpia, como hubiera dicho su madre. Como si la limpieza fuera la más grande de las virtudes. De niña se había enterado de que su padre se había casado con su madre porque era limpia y trabajadora.
No fue sino al quinto día que se aventuró a la playa a ver el mar. Era mediodía.
Caminó por la sombra calle abajo. Su andar era despacio pero dirigido. Nadie podría desviarla y nadie lo intentó.
La calle terminó en un montículo de arena. Julieta lo bordeó. No alzó la vista. Quería llegar frente al mar sin verlo. Llevaba cinco días escuchando el eco de las olas, enterándose del ir y venir. Cinco días de olerlo: masa acuosa a medio pudrir, efluvio repulsivo y atractivo a la vez: aroma típico de crustáceos salados por la inmensidad. Cinco días de saberlo.
Se quitó las sandalias y miró su andar. Un pie frente al otro. Dedos aterrados al sentir que se hunden sin salvación hasta que un impulso los levanta y socorre de la muerte por asfixia. El martirio pasa al otro, al pie contrario, mientras que éste se ondea por el aire inocentemente, sin saber que en el siguiente momento, el tormento reinicia. Un constante vaivén de angustia y libertad.
Se detuvo al llegar a la arena húmeda. La ola acababa de lamerla y las burbujas de aire de las entrañas salían a flote.
Los ojos se abrieron de par en par. Los pulmones cesaron su función. El corazón se detuvo y los miembros se paralizaron.
Julieta percibió cómo dentro de su cerebro había algo enterrado que se sentía amenazado, descubierto. A diferencia del resto del cuerpo, sintió su masa gris buscar, moverse, abrirse, hurgar en lo más profundo de su ser. Sintió que arañaba su alma. Alma-cerebro. ¿Dónde se guarda el alma? – En el hígado – pensó – él procesa todo: comida, experiencias, emociones.
Una parte de su mente entonces se dedica a escarbar, mientras la otra discierne dónde vela el ánima. Sintió la larva del recuerdo salir de su escondite, ya descubierta por los tentáculos cerebrales. De momento se avalancha una imagen ante sus ojos. La larva intenta ocultarse. La imagen se borra, se va, se escapa sin que pueda hacer nada. Como el agua que se pretende retener entre los dedos, como el amante que ama a otra.
La mente no se deja. Alarga sus dedos. Ávidamente busca en los pliegues y encuentra, jala, empuja, saca. Sonríe, ganó la batalla.
La pintura enmarcada con dos manos sorprende a Julieta. Lentamente el corazón golpea la sangre, las extremidades se desentumen y los pulmones atrapan bocanadas de oxígeno.
Julieta mira el mar y el mar la mira a ella. Le da la bienvenida, abrazando sus pies.
La esperó ¿cuántos años? – veinticinco. Y la totalidad de ese tiempo haciendo lo mismo; ir y venir, marea alta y marea baja.
A Julieta el mar se le antoja uno de esos amantes pacientes, que permiten que el ser amado haga y deshaga, suba y baje; pero que al final, cansado del alboroto, regresa vencido, avergonzado, con las manos vacías y dispuesto a entregar los jirones del corazón, sabiendo que él es el último. Que ya no habrá despedidas. Encallaste querida, lo demás se disuelve. No existe, no importa.
Pero ahora ella recuerda y quiere compartir lo vivido: el marido, las hijas, el amante y los otros tres. No sabe dónde empezar. Había querido anular con un clic su vida, lo cual ocasiona que las evocaciones aparezcan desordenadas. He aquí el nacimiento de la primogénita. Antes hice el amor. Sí, hice el amor. Sabía amar. Por allá aparece su hija pequeña discutiendo los permisos de salida. ¿De dónde sale ahora la reminiscencia del gato de angora? Julieta siente curiosidad y se convierte en gato. De pronto una mano. Su hija, la segunda, la acaricia y sus ojos se velan al contacto. En la mesa de la sala las muñecas Barbie a medio vestir. ¿Es que no las van a guardar nunca? Su mirada se pierde en su buró de noche con cuatro libros a medio leer. ¿Es que nunca los vas a terminar de leer?
Julieta no sabe de dónde brotan las caras: su marido, el amante y los otros tres. Nítidas, risueñas. Así le gustaban, después de hacer el amor. Cinco camas. En cada una, un hombre. Acostados boca arriba. Julieta se inclina sobre cada uno. – Qué hermosos son – recuerda. De pronto empiezan a acartonarse. Hace demasiado calor. No debí venir a esta hora. El calor quema las caras. Las cenizas vuelan. Se fueron.
En su lugar, las manos de su padre. Venas protuberantes - gusanos azules que se deslizan sobre la piel, impulsados por cada latido del corazón. Dedos largos y gruesos. Julieta ama esas manos. Nunca se enamoraría de un hombre de manos menudas. Las manos saben dar masajes.
- No tan duro, papá, me duele. Tantas veces lo dice que él deja de hacerlo. De momento Julieta siente el mar salado en sus ojos, que empiezan a arder hasta que se desborda por sus mejillas. Sentir las manos de papá, una vez más en sus hombros, en su nuca, aunque las clavículas dolieran después. El diluvio marítimo suple la memoria. Julieta se sienta, se acuesta, se aovilla. Después del huracán, el apaciguamiento. Las extremidades se contraen una vez más en un último suspiro por aquél primer amor, por aquellas manos. Julieta se despide de ellas.
Mente en blanco. ¿Qué seguirá? La pareja de las manos son los pies. Pero no son dos pies. Son seis. Pies en escalerita. Grandes, medianos y pequeños. Pies hechos pasita de tanta agua. Unas tijeras manejadas con destreza por ella empiezan a cortar las uñas de los seis pies. Treinta uñas. Hasta la forma de las uñas se heredan. De la once a la veinte son igualitas a las suyas. Crema Teatrical que embadurnan seis piecitos. Un beso a cada dedo gordo y a la cama - sin chistar.
Un descanso, por favor. Es ella que suplica una tregua a su retentiva. Ahora es el mar el que le pide que prosiga. Es él el que quiere saber qué hizo durante su ausencia.
La silueta extiende una mano y tropieza con un caracol. Lo toma. Acerca el laberinto del caparazón a su oreja. No distingue entre el sonido del mar frente a ella y del mar recogido en el caracol. Inmóvil espera hasta escuchar un murmullo. Una voz tenue se abre paso entre las olas. Es su madre, cantando. Julieta sonríe. Ahora la voz susurra un cuento de sirenas encantadas por brujas en forma de pulpo y de príncipes con corona de zafiros y esmeraldas que salvan a las princesas-sirenas de las tinieblas, del silencio, allá donde el mar es tan profundo que el hombre no ha podido pisar. Pero las sirenas siempre se salvan, princesa – siempre. Entona otra canción que desaparece pausadamente. De despedida auditiva la risa de su madre- cascada de sonidos interrumpidos contagiosos.
Deja el caracol en la arena. Y espera. Nada. Hace una reverencia ante la inmensidad azul. Extiende los brazos a la altura de sus senos - manos verticales con pulgares perpendiculares al resto de los dedos. Enmarca el cuadro. Un clic para grabar en la memoria este mar, este cielo, este momento. Otro clic para recuperar de la memoria del disco duro los recuerdos. Ya no necesita borrarlos. Ya no les teme. Sabe que las sirenas siempre se salvan.
Se salvan en el mar.
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