Mauro veía extinguirse la vela con la compasión y respeto que requieren este tipo de fenómenos ajenos a nuestra voluntad y dominio. La llamita que se va ahogando poco a poco en la cera que ella misma derrite irremediablemente, una fatalidad que contiene en sí misma todas las paradojas de la vida. La luz y la oscuridad, la vida y la muerte, el principio y el fin.

La vela se iba apagando poco a poco mientras Mauro la miraba. Hacía casi una hora que Eva se había ido, dejando el aroma de su perfume y un nudo en la garganta de Mauro. Hay silencios que provocan una sensación de ahogo mayor que cualquier encierro.

Mauro necesitaba salir de aquella habitación, pero las últimas palabras de Eva lo habían dejado en un punto intermedio entre la derrota y el miedo, un estado que le paralizaba los músculos. Había encendido la vela para aliviar la oscuridad que lo iba cubriendo, a pesar de la luz anaranjada de atardecer que daba a la habitación cierto aire de irrealidad.

La vela se estaba consumiendo, se acercaba su inevitable fin, y Mauro la observaba, mientras en su cabeza no dejaban de sonar las últimas palabras que Eva había pronunciado antes de cerrar la puerta:

- ¡Mauro, como no te termines ese plato de lentejas antes de que llegue tu padre no sales de tu cuarto en todo lo que queda de año!