Si se le viera caminar por la calle, nadie le daría su atención ni alguna importancia. Vestía como cualquiera, con zapatos marrones, camisa blanca y corbata, pantalón y saco del mismo color, y con unos lentes bastante pasados de moda. Usaba el cabello oscuro, medio largo y peinado hacia atrás. Pálido de cara, y con un gesto temeroso de que algo malo está por llegarle. Era bajo, delgado y de pies muy grandes. Eso, quizá, lo hacía singular, por otro lado trabajaba en una biblioteca como recepcionista desde hacía años. No tenía amigos, salvo un loro que cuidaba en su casa, cierto, era un amigo, y uno bueno porque siempre se preocupaban entre sí. Este le buscaba su alimento, como fruta, tubérculos y semillas, y una vasija con agua para que el lorito bebiera y se enjuagara sus plumas. Y el loro, lo esperaba desde la ventana de su cuarto en que ambos vivían, saltando como si las alas le quemaran apenas veía llegarle a la casa. ¿Algo más? Ah, claro. El cuarto era alquilado desde siempre, desde que se vino de la provincia a la capital... ¿Lo reconocen? ¿Lo ha visto en alguna parte? Puede ser, pero este personaje es real, no es tan solo de la imaginación de quien escribe, es mas, ese personaje soy yo, pero, por favor... ¡no se lo digan a nadie! Es un secreto entre ustedes y yo. Se preguntarán, ¿qué tienen que ver ustedes con este personaje? Nada, absolutamente nada. Eso es lo que tienen que ver ustedes, que son los que leen la historia de alguien que trata de narrar lo que ha observado a lo largo de sus más de veintitantos años a cuestas... ¿Y qué es lo que observé? Bueno, nada interesante, pero sí significativo para alguien que no es nada importante como este personaje que tiene un loro, un puesto minúsculo dentro de una urbe llena de gente, bien o mal vestida, que van y vienen de su casa hacia sus labores, distracciones, o a algo mas que no cabe la pena contar. Y bueno, es mejor continuar la historia de alguien que no tiene mucha importancia. Resulta que una mañana mientras caminaba hacia la biblioteca se detuvo al ver que la luz del día empezaba a oscurecer. Se preguntó el por qué ocurre esto si no son más de las siete de la mañana, pero, ante este jovencito, todo, todito empezaba a oscurecer como si una manota cubriera el foco del sol, volviéndose todo denso, plomizo como esas tardes de neblina y de sombras... De pronto, todo volvió a clarear, y nuestro amigo entendió que se trataba de un eclipse. Qué bello, pensó nuestro amigo, y, con aquel sentimiento, continuó su camino hacia la biblioteca. Y cuando llegó vio en su puesto a una señorita que, apenas estuvo enfrente, le pregunto lo que deseaba. Nuestro amigo calló, no pudo articular palabra. Pensó que desvariaba o soñaba, pero no, porque se peñiscó y dolió. Pidió hablar con el administrador. La señorita le dijo que esperase un momento que se convirtió en una hora o más. Luego vino el administrador que no era la misma persona que todas las mañanas veía sentado en una arcaica oficina, sino era otra, una mujer de mas de noventa años que aunque vieja, tenía muy bien engrasadas las tuercas de la memoria, como un Borges. ¿Qué desea?, preguntó la administradora. Y este, debido a su timidez, a su sentirse poca cosa, calló, expresó una media sonrisa y dijo que lo disculpara, que fue un error. La administradora se dio media vuelta y caminó en medio de aquel cementerio de libros, de gente mirando gachos sus quehaceres, siempre serios, ahumados. Algo ha ocurrido…, se dijo nuestro amigo, y pensó que se debía al eclipse. Pasó al lado de la señorita de recepción, se despidió, y luego, salió rumbo hacia su cuarto, pensando en que quizá tampoco lo iba a encontrar. Pero no, la casa estaba allí, el cuarto y su loro agitando sus alas, también... Sólo tú existes, le dijo al loro apenas entró a su cuarto. Este le miró como un loro cualquiera y empezó a rascarse sus alas mientras que con uno de sus ojos le observaba a este personaje que no tiene ninguna importancia... El muchacho, agotado de tanta tensión, se tumbó en su cama. Apenas abrió los ojos, decidió salir a dar una vuelta por el vecindario, junto a su loro. Valla a ser que halla otro cambio como el de antes y allí, sí que me aviento al río. Apenas salió de la casa, recordó a la dueña. Volvió, y tocó la puerta del cuarto de la dueña. Esta se abrió y salió la mujer que no pudo reconocerle. Yo vivo aquí, le dijo el joven, y acabo de salir con mi loro. Ella le quedó mirando como quien mira a un loco, y le cerró la puerta en sus narices. El muchacho cogió su llavero y fue a abrir la puerta de su cuarto, pero no pudo. Insistió e insistió pero nada. Al ver que un extraño trataba de abrir una puerta de su casa, la dueña llamó a la policía que al poco rato llegó. Detuvieron al muchacho, le pidieron sus papeles, pero este chico no pudo darles nada, porque, simplemente, no tenía nada, ni un solo papel en sus bolsillos, salvo el loro en sus manos. Se lo llevaron. Ya entre rejas y sin su loro, pensó que todo era una pesadilla, cerró los ojos y no los abrió, más por temor que por cansancio... Lo extraño de todo fue que, apenas los abrió, vio que los policías le llamaban. Le abrieron la jaula, le dieron su loro, y le dijeron que se fuera. Salió, y ya en la calle empezó a pensar en todo lo que le había acontecido, en todo, pero, no podía entenderlo. Y, al igual a ustedes, yo, tampoco lo entiendo... Pero, no se preocupen que para todo, existe un camino. Nuestro amigo volvió a la biblioteca, encontró a la misma señorita y le dijo si podrían darle un trabajo como recepcionista o de cualquier cosa pues estaba desempleado y no tenía ni un lugar para dormir, ni comer. La chica se compadeció del muchacho y le dijo que esperase un momento. Llamó a la administradora y esta le dijo que sí, que había un puesto, y que si gustaba podría empezar desde mañana mismo. Le pidieron sus papeles y este les dijo que no tenía, pero cuando metió sus manos en sus bolsillos, encontró todos sus documentos. Se llamaba fulano de tal y vivía no muy lejos de la biblioteca. Se alegró mucho al sentir que era alguien, que tenía un lugar adonde descansar, bañarse, cambiarse, en fin, se puso muy contento. Agradecido por el trabajo conseguido, les pidió sus papeles y fue hacia la dirección que debía ser su casa. Era una casa grande, cogió la llave que tenía en su bolsillo y abrió la puerta. Entró y vio que no había muchas personas, tan solo una elegante señora esperándole. Sorprendido, fue directo hacia esta, iba a decirle algo pero de sus labios no salió más que aire, soplidos, como un tartamudo. Ya joven, ya, ya cálmese que ya está lista su cena. Por favor, señor, deje al loro en su jaula antes de cenar... Lo dejó en una bella jaula en mitad de la sala y fue a sentarse en una mesa llena de manjares, con cubiertos de plata y música clásica de fondo. El muchacho tomó su cubierto, y lo hundió sobre una pechuga de pavo. Ya estaba por ponérselo en la boca cuando brotó una palabra de lo profundo de su boca... ¿Quién soy? De pronto, vio que toda la casa oscurecía como en el eclipse de aquella mañana hasta que todo quedó en silencio y negro. Nuestro amigo, con el bocado en la mano, gritó... ¿Qué es lo que dijo? La verdad es que no dijo nada especial, tan solo un alarido, como esos impulsos que tienen los bebés cuando sienten que las cosas no les gusta, sí, así, algo así se escuchó en toda la casa... Y, cuando todo comenzó a clarear, vio que estaba en su viejo cuarto, con su loro, con el retumbar de la puerta y una voz de la dueña de casa avisándole que ya era hora de salir al trabajo... Sonrió, pero esta vez, continuó descansando... Era la primera vez que no hacía caso a la dueña de casa, pues, ya era hora de no ser como cualquiera, un don nadie... Fue muy extraño, pues mientras se acomodaba en su cama, esbozaba una sutil sonrisa de alegría...
San isidro, julio 2006
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