Te resulta odioso tener que esperar. K monopoliza el cuarto de baño y tú te retocas el pelo mirándote en la tapa de la encimera. Cuando sales de la cocina y ves en el pasillo las maletas de K, te entran náuseas. Imaginaste este momento como algo triste, dramático incluso, pero nunca nauseabundo.
Por qué K siempre se pasa horas en el baño nunca lo has entendido. No debería corresponder a su personalidad impulsiva, infantil, inconsciente a veces, pero sobre todo, cabezota. Recuerdas que después de ver “Casablanca”, te obligó a recorrer con ella toda la ciudad en busca de una gabardina como la de Humprey Bogart. La encontrasteis, la compró, y nunca se la puso. No irás a pensar que es una desgracia que se vaya, por haber compartido tantas cosas con ella y que luego te haga esto... ¿Verdad que no?
La vida ya te ha enseñado lo suficiente como para que puedas sortear esto sin dificultad. Alguien te advirtió una vez que las personas que pasan por tu vida (y por la de todo el mundo) son sanguijuelas que llegan, te chupan la sangre y se van. Nada más. Le respondiste que tú también eras una sanguijuela y que absorber sangre nos mantenía vivos, a todos. Lo dejasteis estar.
Pones esa cinta de los Beatles y supones que será la última vez. Aunque la cinta sea tuya no la volverás a escuchar. Suena “Help” a un volumen considerable. Imaginas que K estará llorando, encerrada en el cuarto de baño, y lo adivinarás por su sonrisa, cuando salga. El lado izquierdo de la cara forzará al derecho y K preguntará cuándo nos vamos, como si de ir a pasear se tratara. Pero le brillarán los ojos, estarán enrojecidos, y tú te darás cuenta.
Estás a punto de marcharte, antes de que salga y sin decir nada. Porque odias esto. Y también sus motivos para irse. Enciendes la televisión, sólo por oír algo, dejas el canal que hay y te metes en su cuarto, que se queda vacío. Tal vez cambies el comedor de sitio, o vuelvas a compartir el piso. Pero no ahora. Recuerdas cuando esas maletas entraron por el mismo pasillo. Y esa melena pelirroja, y esa sonrisa desarmante. Cuando te dijo esa misma tarde que estaba leyendo “1984”, que era estudiante de imagen y que adoraba la pizza, ya habías decidido que se quedaría.
Y ahora ella decide que se va.
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Oyes la puerta del baño, que se abre y te sobresalta. Aparece K, con esa sonrisa forzada y torcida y con los ojos irritados.
-¿Nos vamos?
Camino del aeropuerto, 270 segundos sin decir una palabra. Recuerdas que tiempo atrás, al poco de conocerla, le hablaste de esos silencios y de lo mal que te hacían sentir. Culpable, incluso. El aeropuerto resulta odioso. Aunque hoy, para ti, todo lo es: sus maletas, su silencio, incluso ella misma. Odiosa y amada. A 20 centímetros y tan lejana como nunca había estado. Al final, decide hacerte un favor y romper el silencio comentando que se le han olvidado un par de libros en casa. Aunque no le importa. Ni a ella, ni a nadie. Ni a los libros. Porque los libros sólo quieren que los lean, sin importarles quien. Cuando llega el avión te vas, sin esperar a que K suba. Camino de vuelta te metes en una iglesia. En las entradas de las iglesias debería haber un detector de ateos. Aunque claro, en la casa de Dios puede entrar todo el mundo. El olor a incienso te marea y piensas que esa enorme cruz es demasiado pesada para colgarla en la pared. Intentas recordar el Padrenuestro, que te enseñaron en la escuela cuando eras pequeña. Lo mezclas con el Avemaría y te hace gracia pensar que estas recitando versos a dos palos de madera.
Al llegar a casa encuentras los libros de K, que te esperaban en un rincón de la escalera. Un libro sobre el country (una de la cosas que nunca entendiste) y “Un mundo feliz”. Claro que sí, muy feliz. Lo hojeas y encuentras fotos entre las páginas, comentarios a lápiz en un trozo de papel violeta y una entrada de cine rota. Las fotos son recientes, de hace un mes. En una de ellas aparecéis las dos. Es una de esas fotos que se hace uno mismo sujetando la cámara por delante de la cara. En esas fotos uno siempre sale feo, pero que más dará. Partes la foto por la mitad y te haces añicos. La cara de K se queda entre las páginas 93 y 94 de “Un mundo feliz”. Por su imagen, porque sabes que un día, sin que te des cuenta, se habrá desdibujado de tu mente, y aparecerá otra melena, tal vez castaña. Que será estudiante de medicina y que odiará el country. Pero que nunca se compraría una gabardina como la de Humprey Bogart.
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