“Te amo, te deseo, no puedo vivir sin ti”
Así comenzaba la carta que, un instante atrás, estaba arrugada en aquel cesto y que yo, por simple curiosidad, extraje y leí:
“Siempre te he amado y mi deseo más grande es sentir tu cuerpo musculoso junto al mío, saber de tus palpitaciones varoniles, de tu aliento salvaje, de tu boca de labios carnosos y lascivos.”
Comencé a enternecerme con esa fuerza que se intuía en la redacción. La letra era pulcra, pequeñita, como escrita a trazos, como titubeando. Continué leyendo:
“Sé que soy alguien extraño para ti, no me conoces, aunque algunas veces he sentido el roce de tu cuerpo cuando pasas raudo, siempre aprisa, siempre distante”
Debía ser una tortura amar a ese personaje y que éste ni siquiera intuyera esta pasión. Conmovido, proseguí con la lectura:
“Eres tan particularmente varonil, tan fuerte, daría diez años de mi vida por besar tus labios, daría todo lo que tengo por sentir tus manos estrechándome la cintura”
Pobre ser, atormentado ser, me habría gustado poder interceder para que esta persona pudiera acceder a la alegría de sentirse retribuida. Pero ¿Cómo ayudar? ¿Cómo hacerlo si ni siquiera sabía de quien se trataba?
“Herida estoy porque a pesar de amarte tanto, temo tu rechazo. Aún así, corro el riesgo y no pierdo la esperanza de algún día besarte con ansias, con desmedida pasión y allí estará mi cuerpo desnudo y pecaminoso para que ensayes tus caricias, tus besos y todo tu desenfreno.”
Esto era verdaderamente amor. Me levanté tratando de encontrar una pista, algo que me pusiera en la huella de aquella desdichada mujer. El último párrafo sería decidor:
“No lo soporto más. Esta tarde abriré mi corazón y espero que aceptes esta ofrenda de amor. Te esperaré, vestida de rojo en la esquina del café Tosca”
Y bien, me encaminé a dicho lugar sólo con la esperanza de conocer a la mujer aquella y de palpar a la distancia la mirada de alguien enloquecido de amor y de pasión.
Tres horas más tarde, regresaba con mi esposa, que, ataviada de rojo furioso, no atinaba a explicarme que demonios hacía en aquella esquina, a tal hora…
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