CALLADA
El silencio de Rosalind es algo que aún no puede entender. Son las siete de la mañana y el aviador, desde su balcón, mira pensativo a la ciudad invadida por miles de seres que comienzan a deambular por las calles rumbo a distintos destinos. Sin embargo, desde hace seis meses su destino se ha convertido en la búsqueda desesperada de las palabras que Rosalind ya no puede pronunciar. Vestido de impecable uniforme azul con botones dorados, está listo para dirigirse a la base aérea donde se desempeña como oficial mayor encargado de la mantención de los aviones de guerra. Antes de partir, la empleada lo mira preocupada y le hace la pregunta de todos los días - ¿señor, quiere que guarde la ropa?- a lo que el aviador responde con decisión inalterable - ¡No, deje todo igual, haga el aseo y antes de irse déjenos todo listo para la noche, usted ya sabe! - Luego de estas palabras, se coloca la gorra y caminando erguido sale del departamento rumbo a la base aérea. Su día transcurre entre el rugir de los aviones y las curiosas miradas de sus colegas. Uno que otro vuelo de prueba lo hacen surcar el cielo con la mente enfocada en su profesión y con los ojos, a veces, buscando nubes que dibujen el rostro fino de Rosalind. Su corazón se aprieta más y más a medida que la hora avanza, porque el tiempo para él es una suma lenta de minutos, anhelando con el alma quebrada el momento de regresar a casa y encontrarse con esa mujer cuyo silencio lo ha convertido casi en un hombre autista, incapaz de aceptar un designio que llegó sin aviso, dejándole un flagelante sabor amargo y esas lágrimas desgarradoras que brotan cada mañana cuando recuerda el jardín del olvido.
A las nueve en punto abre la puerta del departamento y el recibimiento es una suave melodía de Chopin. El living está iluminado por una lamparita puesta en una mesa lateral. El aviador siente alegría, sobre todo cuando se fija que en el sofá verde oliva están el bolso y el abrigo de Rosalind. Con paso ágil se dirige hacia el comedor; allí la mesa está puesta para dos y la eterna sonrisa de ella lo saluda sin decir una palabra, muy cerca del par de velas encendidas y puestas cuidadosamente sobre el mantel blanco. La comida transcurre con escalofriante tranquilidad. El aviador le cuenta su vivencia diaria y ella sólo se limita a mirarlo fijo, siempre sonriendo. Ella no tiene nada que contar, aunque quizás desea decirle muchas cosas, pero está ausente de palabras y a la vez presente en el silencio sombrío del lugar y su perfume que vive en el pañuelo que ha dejado junto a la copa, es vida que flota en el aire y le hace recordar al aviador la suavidad de su cuerpo y de su cabello rubio. La ama demasiado como para aceptar su silencio y a pesar de que está feliz contemplando la profundidad de sus ojos verdes, hay segundos en los cuales su corazón vuelve a desgarrarse en pequeños trozos de carne viva, que se traducen en gotas de angustia corriendo lentas por su rostro de militar íntegro. Pero la noche es larga aún, Chopin ha dejado de acompañarlos, por lo que el aviador se dirige a cambiar el disco compacto y coloca baladas de Sinatra. Regresa al comedor y se da cuenta que Rosalind no está. Camina hasta el pasillo y ve la senda que debe seguir hasta el dormitorio. Son los zapatos, el vestido, las medias de seda y la ropa interior de ella diseminadas por el suelo... guiándolo hacia ese nido tan conocido por ambos durante tantas noches de pasión desenfrenada. El perfume lo atrae sin compasión y deja caer sus jinetas marciales para convertirse en el hombre que ella siempre amó y que seguramente hoy sigue amando desde su silencio. La luz tenue del dormitorio apenas alumbra la cama grande y mullida. El aviador se recuesta mientras escucha correr el agua de la ducha. Comienza a dormirse con la nariz hundida en el camisón perfumado que está sobre la almohada, pensando que en unos minutos más Rosalind lo despertará sutilmente para apegarse con amor y deseo a su cuerpo, disfrutando de una estampida de placer mutuo sin restricciones ni pudores, hasta que el amanecer lo despierte gritándole el dolor en su cara y se dé cuenta que ella sigue lejanamente enmudecida. Son las siete de la mañana y el aviador viste impecable uniforme azul. Luce firme por fuera, pero por dentro un horroroso dolor le provoca el quiebre total de su integridad y rompe a llorar como niño abandonado. Está absolutamente solo. Parado como autómata angustiado entre fotos que lo miran sonriendo, ropas con olor a vida tiradas en el suelo, que no son otra cosa que la escenografía de una pieza de teatro negro donde él cada noche actúa para evadir su destino ya delineado hace meses atrás, cuando su hermosa Rosalind partió al jardín del olvido, en el que su nombre se puede leer en un trozo de cemento, bajo el cual ella es presa de un silencio que nunca más la dejará regresar.
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