El hombre se aproximó lentamente, me miró y extendió de manera brusca su mano vieja, maltratada y negra por la tierra y el paso del tiempo. Tenía la ropa completamente rasgada, un aspecto cruel y la cara pálida de un anciano que, bajo otras circunstancias podría haber sido un abuelo generoso o quizá el mejor de todos. Los años se reflejaban en su rostro bajo aquellas marcadas arrugas mientras una penetrante e impredecible frialdad emanaba de su ser.
Lo miré con desagrado y al final, terror. La gente a nuestro alrededor caminaba rápido por aquellas transitadas calles con cierto aire de temor, asco e incluso indiferencia. Eran un puñado de sombras inertes, nada más.
Finalmente y con gran rapidez se puso las manos entre los bolsillos, acomodó aquel saco de basurero que traía amarrado a la cintura y nervioso, mirando a los costados desesperadamente, dio la media vuelta mezclándose entre las sombras, mientras yo, en el piso, yacía con aquella profunda herida en el pecho.