A mi amor etéreo ...y eterno”
El sol bañaba de plata las alturas de las montañas y las aguas gélidas del lago, que permanecían en calma con su suave ondular . Amanecía. Las aves emergían del follaje cantando la alegría de una nueva mañana en la tierra del Ngünechen
Un hombre delgado, vestido con una campera verde oscura, se acercaba con paso lento a la playa. Llevaba algo como una pequeña urna en sus manos, la sostenía cual a una copa de cristal que fuera a romperse al primer contacto con el frío punzante del alba.
Del otro lado, sentado en una piedra, ya lisa por la costumbre, como todos los días a esa hora temprana, el anciano, apoyándose en su bastón ,trataba de aguzar la vista mirando quien sabe qué misterioso objeto, lejos , hacia la otra costa del lago :quizás queriendo seguir el vuelo de algún pájaro hasta la pequeña isla habitada por duendes nocturnos.
En realidad no buscaba nada en particular, sólo el hábito de ver siempre más allá. Con la mano que le dejaba libre su bastón de caña lustrada, se acariciaba distraído la espesa y casi totalmente blanca barba, que enmarcaba un rostro de líneas afiladas y labios carnosos. Su abundante pelo plateado por el tiempo era juguete del viento y caía sobre sus ojos negros, sus ojos brujos, todavía vivaces , como rebelándose a sus ochenta y pico de inviernos. Sus pies ,abrigados por unas botas de gamuza y piel, apisonaban la arena y las pequeñas piedras que brillaban con sus distintos colores a la luz del sol. Todo lo demás, en el paisaje ,era verde ,en sus diversos tonos; menos el cielo azul y el lago plateado en su mitad ;y ahora, ya alto el sol, de un incomparable azul-verdoso, en su otra mitad.
El hombre más viejo al divisar la pequeña lancha amarrada al muelle, fue atraído por la presencia de aquel extraño que se subía a la embarcación sin dejar de proteger entre sus manos esa misteriosa urna. _ Claro_ , pensó el profesor _ es una urna con restos humanos, seguramente_ . La curiosidad lo hizo incorporarse trabajosamente, erguido parecía un rey moro, alto, con su metro ochenta y nueve, enhiesto como el mástil de un viejo barco pirata. Sin despegar la vista de la lancha, se acercó ,con paso de león, de antílope . Así mantenía todavía el estilo en su andar.
En realidad, a su edad, tan cerca de su propia muerte ,era morboso interesarse en observar aquella ceremonia fúnebre tan peculiar.
Pero el profesor siempre se había caracterizado por su ávida curiosidad, y los años no lo iban a distraer de ella.
Ya a pocos metros del muelle, el hombre en la lancha reparó en él y se quedó parado, esperándolo.
_Buenos Días_, dijo el anciano sin dar a entender que había comprendido bien lo que pasaba_ Buenas .._ contestó el hombre. Su pelo era castaño, sus facciones suaves y varoniles, pero en sus ojos había tristeza. Sin embargo le sonrió con cordialidad de persona educada.
Sin esperar ser interrogado Abel, que así se llamaba el más joven, le explicó al anciano que en esa urna estaban las cenizas de su madre. Según su último deseo, él iba a arrojarlas al lago, justo en el sitio que ella le había señalado.
Debía ser a la altura de esa playa, y en la mitad de camino entre ésta y la isla de enfrente, distante a 1,5 Km. aproximadamente.
El anciano quedó aún más intrigado y se animó a preguntarle a Abel, porqué tanta precisión y si tanto ella como él eran de la zona.
Más desconcertante fue la respuesta negativa, ambos eran de Buenos Aires, su madre sólo un par de veces en su vida había estado en ese lugar.
_Es largo de contar _, le dijo el hombre al anciano biólogo, como para desalentarlo en su ansiedad por saber más.
Lejos de resignar su curiosidad, el viejo se acaricio la barba con su mano arrugada, y le pidió a Abel que le contara.
_Es una vieja y triste historia de amor. No le va a interesar, seguramente _, agregó Abel.
_Bueno, yo ya soy un viejo aburrido, pero puedo todavía escuchar su historia ,joven _ dijo curioso el anciano, con ese sarcasmo que le era propio.
_Suba a la lancha abuelo, acompáñeme al medio del lago y mientras le cuento _, le pidió Abel . Ambos hombres fueron alejándose del muelle mientras el ruidoso motor de la lancha quebraba el silencio de la fría mañana otoñal.
_ Sucedió hace muchos años _ , comenzó el relato con cierta tristeza en el tono de su voz, _mi madre conoció por carta, en un correo de lectores, a un hombre; se enamoró locamente, y hasta llegaron a conocerse en persona.... Pero el amor no prosperó, él se mostraba muy hosco y desconsiderado con mi querida madre, que lo adoraba. Ella nunca dejó de escribirle, al principio lo abarrotaba de cartas, luego se fueron espaciando, y más tarde ella escribía las cartas pero no se animaba a enviarlas. Así fue pasando el tiempo. Transcurrieron muchos años. Ella no volvió a verlo nunca más. Pero no lo olvidó._ siguió Abel _ En sus ojos siempre se podía ver un brillo especial, que lucía desde que comenzó a amar a ese desalmado_. Abel respiró profundo antes de seguir el relato -.Y al fin, cuando en su último aliento se despidió de mi, y de sus nietos, que éramos lo que ella más quería , fue que me pidió tímida pero resueltamente su última voluntad _ terminó diciendo Abel, con cierta amargura en su voz.
Mientras transcurría el relato, el viejo y rústico biólogo no sólo seguía cada palabra con avidez sino que sus ojos comenzaron a enrojecerse en lo blanco, sin perder su misterio y embrujo. Su mirada , otrora seductora y pícara, se tornó distante y hasta algo triste.
_ Continúe, hijo _ dijo el anciano , como acariciando con su mirada el rostro del hombre.
. Su voz era mas bien apagada, y a Abel le pareció vacilante, por una comprensible emoción, pues seguramente, por su avanzada edad era pasible de caer en cierta melancolía .
Abel miró a los ojos a su interlocutor y terminó su relato visiblemente embargado por su dolor , _ Mi madre me pidió que sus restos fueran cremados y sus cenizas puestas en una urna de cerámica. Luego yo debería venir aquí y arrojar la urna en este sitio exacto.
Era su voluntad reposar cerca de su amado, y en medio de las aguas donde alguna vez él la tuvo en su pensamiento, hace más de tres décadas . Eso es todo _,concluyó el hombre, algo atribulado .
Ya estaban llegando al lugar indicado. El motor acalló su ruido, algunas gaviotas se acercaron a la embarcación batiendo sus alas y el sonido típico de sus gritos rompieron el silencio respetuoso de la naturaleza. El anciano rozó las manos de Abel que sostenía la urna con las cenizas de su madre, y lo miró suplicante. Abel vio sus ojos húmedos y enrojecidos, y escuchó su temblorosa voz pidiéndole que le deje arrojar las cenizas de la
mujer a las aguas del lago, él mismo. No entendió, pero le entregó al anciano las cenizas de su madre para que las dejara caer en la profundidad del lago.
De pronto el anciano preguntó, emocionado, sosteniendo con un cuidado amoroso los restos de la mujer: _ Su mamá se llamaba Amelia?._ Sí _ ,respondió Abel sorprendido de que el anciano supiera su nombre. _ Yo soy José Eduardo_ continuó el biólogo , _ Yo soy el mismo que tu madre amó_ Estas últimas palabras se perdieron en el aire , porque su voz se apagaba más y más...
Repentinamente, José Eduardo besó la pequeña urna de cerámica que contenían las cenizas entre lágrimas que no se preocupó en contener. Esas cenizas habían sido antes los labios que una vez besara, el cuerpo que nunca tocó, los ojos que aquella tarde lo miraron avorazados. Arrojó la urna al agua .
Abel creyó escuchar un _¡ perdón, mi amor!_, en un suspiro agonizante de su garganta. El le dijo eso ahora...él..., que no sabia pedir perdón, él... que no le había dicho nunca más amor, él... que desviaba la vista cuando la espantaba con palabras crueles, que la habían lastimado tanto...Sin embargo, ella nunca había dejado de quererlo.
El profesor sintió de pronto una congoja inexplicable, dados su carácter fuerte y su dureza de espíritu.
Ella ya estaba para siempre ahí, cerca suyo, donde seguramente él pronto reposaría también. José Eduardo pensó con alivio, que al final estarían juntos, como su “avecilla” le había dicho alguna vez.
Regresaron en silencio a la costa,.Abel no supo qué decir, ni cómo tratar a aquel hombre que le había dado a su madre lo mejor y lo peor de su alma. Pero ya ambos se habrían reconciliado. Todo estaba bien. Amelia estaba en paz, donde quería y cerca de quien amaba, aún mas allá de la muerte.
No hicieron falta despedidas, ni palabras agradables, sólo una mirada del viejo, en cuyo interior Abel vio reflejada la imagen de su madre; como aquella mañana de febrero, cuando José Eduardo la buscó en la playa, inútilmente.
En el rostro gastado del viejo se dibujó una casi dulce sonrisa. Se fue alejando con su andar de león, de antílope , de cóndor evidente, calle arriba, al tiempo que fijaba sus todavía bellos ojos pardos ...sus ojos brujos...en aquella gaviota que cruzaba el cielo, con sus alas de alondra. Murmuró, entonces , muy bajo, casi imperceptible:
_“alondra gris, tu dolor me conmueve, tu pena es de nieve”._ . _Serían esos versos de Homero
Manzi?_ , pensó él; mientras revoloteaban en su frágil memoria de viejo vencido, aquellas rimas que le escribiera una tarde de mayo a su “pajarita” :
“Quisiera ser nido
para tus alas rotas,
cobijarte, protegerte,
encamarte en mi heno,
cosquillearte todo el tiempo” *
Desde entonces, yo siempre lo veo llegar, a mi amor, bajando su calle de tierra , casi oculto bajo los cipreses añosos, y él sabe que lo estoy esperando. Siempre ansioso por acercarse a las aguas heladas del lago y ver mi sonrisa reflejada en su azul. Tiene la egoísta certeza que esa sonrisa es sólo para él, sólo él me puede ver y oír mi canto de alondra,..su alondra...
FIN
* rimas escritas por Sancho para Queta el 28 de mayo del 2000
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