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Cuando Filomeno arrojó, ensañado, el zapato contra aquel ratón, éste fue a parar de lleno al jarrón de su esposa, Clara. Era una vasija de cuerpo globular en porcelana, con decoración de motivos vegetales sobre un fondo rojizo.

Filomeno había acompañado a su esposa a comprarlo a una casa de antigüedades dos años atrás, a unas cuadras de donde vivían. Clara lo había adquirido por un precio exorbitante, dizque porque era una pieza ornamental la que traía buena suerte y que además era de arte oriental del siglo XVIII, dijo el vendedor. El mismo día en que Clara lo llevó a su hogar, sostuvo una discusión con su esposo, Filomeno; porque de juro a Dios que quería los dos jarrones que vendía aquel señor regordete. Eran exactamente iguales. Pero Filomeno, no accedió a su capricho porque no quería gastar sus ahorros con los que pretendía comprarse, por primera vez en su vida, un carro.

“¡Me lleva el mismo diablo! Si mi mujer se entera de esta desgracia, de seguro que hasta en divorcio pararemos.” Se dijo Filomeno, turbado, con ambas manos en la cabeza.

Era domingo. Clara se había ido de fin de semana desde el sábado anterior a casa de su madre, de la que retornaría el lunes alrededor de las seis de la tarde.

“¡Carajo!, nada se puede hacer hasta mañana cuando abran la casa de antigüedades. Iré después de trabajar, ya que el jefe no se traga un cuento más de los míos por mis faltas y atrasos en la empresa.” Meditó, recostado en su cama, de donde escuchaba el noticiero en el televisor, el que informó que en cualquier momento se originaría un terremoto en San Francisco. Filomeno poco asuntó el presentimiento sísmico, pero llamó a su esposa vía telefónica para avisárselo, ya que en aquella ciudad estadounidense residía la hermana de ella.

Filomeno y su esposa residían en San Francisco, pero de Macorís en Santo Domingo. El atento esposo le comunicó lo del inminente sismo, pero antes de terminar la información, la llamada se había interrumpido por alguna razón, y Filomeno, molesto, no volvió a llamarla.

Al otro día, justamente a las cinco pasado meridiano, Filomeno salió de su trabajo, rumbo a aquel lugar, donde si la suerte lo acompañase, resolvería sin consecuencias adversas, su apuro. Caminó por las aceras de las calles a grandes trancos, con manifiesta nerviosidad., pero con la esperanza metida en el corazón de dar con aquel jarrón para comprarlo.


“Lo sentimos mucho señor, pero hace dos semanas, más o menos, que se lo vendimos a una señora.” Explicó el propietario del lugar, calmadamente. Cuando Filomeno escuchó eso, sintió como si el mundo entero se le viniera encima con todo.

“Eh, señor, dígame en dónde vive esa señora para ir allá y convencerla de que me lo venda.” Solicitó con insistencia, pero el propietario se negó varias veces a revelar la dirección de aquella señora por motivos de seguridad, pero al final cedió ante el dios Soborno.

“¡Mierda, esa doña?” exclamó, al enterarse del nombre de la portadora del segundo jarrón, doña Ramona, empleada de la empresa para la que él trabajaba. La cincuentona de tetas desplomadas, quien daba la vida por él, a quien ella acosaba a cada momento para que, por lo menos, fuera su amante.

Como él estaba decidido a obtenerlo a como diera lugar, se enrumbó, acelerando el paso, a casa de ella; hacia la única mujer de este mundo, quien en ese preciso instante, podía salvar su pellejo.

A decir verdad, lo que probablemente encadenaba a Filomeno a Clara, a parte del sexo candente, era la herencia que ella estaba por recibir de su ya anciana y achacosa madre. El tiempo se agotaba, veloz. Filomeno llegó al hogar de la señora aquella, exhausto y con la cabellera desgreñada, a causa del ventarrón que soplaba constantemente esa tarde plomiza.

” ¡Mi cuchi-cuchi, sabía que algún día te rendirías en mis brazos!” Expresó ella, al verlo entrar en su casa, en la que vivía sola desde hacía años.

“Doña Ramona, disculpe, pero no he venido a lo que usted piensa. Estoy aquí porque quiero que me venda ese jarrón que está allá –dijo, señalándolo–.

“Mi esposa compró uno igualito al suyo donde usted compró ése y… yo ayer rompí el nuestro sin querer. Y si mi esposa llega y no lo encuentra, prefiero hacer las maletas y marcharme de la casa, a escucharle la boca. Mi esposa es pura cascarrabias. ¿Comprende usted? ” Dijo Filomeno, casi con la voz quebrada.

“Lo siento, pero el jarrón no se vende.” Profirió ella de modo tajante, con intención de sacarle partida a la circunstancia.

“Pero, doña Ramona. Por favor, véndamelo. Mire que si no llego rápido a mi casa con él, la del diablo sería con mi mujer. Mire, doña, haré cualquier cosa con tal de conseguirlo, por favor, véndamelo.” Suplicó él, de rodillas, con la preocupación dibujada en su mirada.

¡Y sí que lo pagó caro!, pues debió acostarse con ese monigote, que a parte de ser una gorda fofa, le doblaba la edad. Pero bueno, allá iba Filomeno, zigzagueando entre los transeúntes para no chocar con nadie. Con una mano se cubría la cabeza de la lluvia que a la sazón caía, y con la otra agarraba fuertemente la pieza contra su costado. Cuando tomó el autobús se arrinconó lo más que pudo en la parte trasera, con el jarrón abrazado contra su pecho. Miraba de reojo a los que intentaban acercarse, mientras abochornaba a los que así lo hacían. Parecía una madre obsesiva sobreprotegiendo a su vástago del frío.

Cuando llegó a su hogar, angustiado aún, se dio cuenta que el gato negro del vecinito de al lado, dormía en el umbral de la puerta muy quitado de bulla, entonces al intuir que podía ser un mal agüero, le dio la madre de las patadas que lo hizo volar sobre los arbustos del jardín. Para entonces ya había escampado.

Despejado el camino de obstáculos, abrió la puerta con suma cautela, zambulló la cabeza para inspeccionar con la mirada cada centímetro de la sala en búsqueda de rastros de su esposa y al no sentir su presencia, procedió a entrar de puntillas, por si las moscas. Limpió la mesita donde estaba el otro jarrón y lo colocó despacito sobre ella. Cumplida su misión, se arrellanó en el sofá, rendido por el ajetreo, donde de a poquito fue entornando los ojos. Entonces…

“¡El periódicoooo!” alguien vociferó desde afuera. Filomeno se levantó de sobresalto, volvió la mirada a la puerta –la que había dejado abierta de par en par–, y por donde vio venir, en pleno vuelo, dando vueltas, un periódico. Lo vio surcar el aire en dirección al jarrón, Filomeno entonces pegó un brinco con la habilidad de una rana y se arrojó al periódico, suspendido en el aire, con brazos y piernas extendidos.

Las escenas pues se sucedieron como en cámara lenta: Filomeno estirando cuerpo y brazos en un intento por capturar el vespertino, mientras éste zumbaba en el aire como flecha rumbo a su blanco.

“¡Nooooooo!” Gritó Filomeno, aún suspendido en el aire y justo antes del impacto, unas fracciones de segundo antes, lo atrapó con la diestra, pero como el diablo no duerme para hacer sus lodosas jugarretas, cuando el pichón de superman cayó al pie de la mesita, enredado, su codo izquierdo golpeó una de las patas y pues la caída del jarrón, fue inevitable: primero le dio en la cabeza y luego fue a parar en el piso donde se hizo añicos al instante.

“¡Filomeno, maldito hombre! ¡Rompiste mi jarrón!” chilló su esposa, a quien vio en toalla, con ambas manos puestas en la cintura, parada bajo el dintel de la puerta que conducía al pasillo donde estaba al baño.

Pero como a veces la mente humana es capaz de concebir el mejor de los argumentos defensivos, a la velocidad de la luz, cuando se asoma el peligro, Filomeno, aún arrojado en el piso, prorrumpió:

“Pero Clara, ¿y tú no sentiste el temblor de tierra? ¡Corre, mi vida, métete debajo de aquella mesa! ¡Corre mi amor! ¡Corre!

Texto agregado el 15-07-2006, y leído por 204 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-07-2006 jajaja, me gustó el final, muy ocurrente, en fin, bien contado. el_dormido
 
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