Anoche mientras estudiaba en la biblioteca me acordé de ti, como suelo hacer en muchas otras ocasiones durante el día. En un momento de debilidad, de falta de concentración y acompañado de unas notas de jazz que se colaban por mis auriculares, recordé cómo sin querer, me ayudaste con mi último examen.
Pasé días enteros estudiando la asignatura de “Educación Especial”, organizando ideas y prejuicios, reestructurando mis esquemas mentales. Comprendí que todas las personas somos diferentes y, por tanto, especiales. Que no caben las etiquetas cuando hablamos de personas y que no existe el criterio de normalidad, porque... ¿quién se atreve a afirmar que es una persona normal?, y... ¿qué significa ser normal?. Yo prefiero definirme como una persona anormal, en fin, creo que todos somos tan anormales la mayoría del tiempo...
La noche antes de examinarme nos vimos y amanecimos juntos. Desayuné tus sonrisas y corrí a toda prisa hacia la Universidad para realizar mi examen. La clase estaba a reventar, parecía que todo el mundo había decidido presentarse el mismo día, total, que empezamos con retraso como suele ser habitual en estos casos. Así, mi ritmo cardiaco seguía aumentando y llegó hasta su punto más álgido cuando comenzaron a repartir las hojas que, supuestamente, evalúan nuestros conocimientos. Ahí estábamos, frente a frente, unas preguntas por escrito y yo. Cuando le di la vuelta a la hoja, una vez recibido el correspondiente permiso por parte de nuestra profesora, comencé por la última pregunta. Ésta hacía referencia a nuestro concepto de lo que entendemos por educar. La verdad es que no me esperaba una pregunta de ese tipo, así que dudé por un instante. Acto seguido, respiré hondo, solté el bolígrafo y me olvidé por un instante de teorías y autores, de corrientes, modelos, paradigmas, enfoques...; y me acordé de ti, sí, de tus suaves caricias, del derroche de besos de la noche anterior, de tu dulce sonrisa, de tu tierna mirada...; y contesté sin temor alguno a equivocarme: “Educar es amar”.
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