-Aire-




Cuanto debe odiarme el céfiro que se vio encarcelado
al cerrar las puertas de mi habitación.
Este aire que debe venir de otros lugares,
viendo y recorriendo casas, tocando las rosas mojadas,
libre en los campos de orquídeas y los parajes inertes.
De acariciar mujeres desnudas en los hoteles,
jugando inocentemente con los mareados ventiladores
estrellándose contra las ventanas donde quinceañeras mudaban de ropa.

Parte de este ser, intangible, frío, viajero, imperturbable,
está ahora conmigo, en la soledad inalienable de esta habitación,
de este odioso territorio impersonal,
siento que me odia con todo su inmaterial corazón
y odia no tener manos para abrir las puertas,
o piernas para fragmentar las ventanas, y así fugar a otro lugar.

Para no ver mi cara ensombrecida,
para no sentir mi aura turbia
mi oscuridad de tacto y agonía perpetua,
no tocar a este ser sombrío sin brillo y abstracto.
Nada le increpo al disonante aire viajero,
yo mismo emigraría de mí y de mi mente.
Corriendo y gritando, demente de alegría.
Liberado de mi corteza indefinida de luz y sombra.

Este aire que me rodea como hembra condenada,
arañando mis cuatro paredes
da vueltas silenciosas, vacilante entre mis libros,
entre mis medias, por la ropa tirada en el suelo
y los platos sucios casi llenos
entre la televisión y la radio que prendo al mismo tiempo, para no sentirme solo.

Así, recorre el fondo de mi materia melancólica,
viaja por la broza de mi nariz
por la insidiosa garganta alcohólica,
entre el gris de intestinos húmedos y brillantes.
Se estruja contra las paredes de mis pulmones,
y abandona mi cuerpo, rasgando mi lengua insensible,
este aire absorto, muerto de miedo,
abigarrado, confuso, preguntándose:
como mi alma puede establecerse perpetuamente
en tal recipiente, en tal residencia repugnante, desidia y decaída.