Ese día fui más formal que de costumbre a la oficina. Quería estrenar mis tacones negros. Eran tacos tan altos y delicados que hacía ver la pierna más estilizada. Para lucirlos bien, use una falda arriba de la rodilla. Note que me veía bien, porque el nivel de bocinazos de los autos, cuando pasaba frente a ellos, se había incrementado notoriamente. Mientras más avanzaba, mejor me sentía. Femenina, atractiva, segura. Al llegar al trabajo note las miradas sobre mi, pero no era tan solo por los tacones, sino porque el júnior se había ausentado ese día y tenía muchas tareas pendientes. Debí reemplazarlo. Bueno, sentí que era bueno ausentarme del estrés de la oficina y pasear un rato por la cuidad, aunque sea haciendo trámites, además quería vivir nuevamente esa sensación de ser el centro de miradas. Tome mi largo listado de tareas y salí. Al medio día, y a un tercio de tareas terminadas, empecé a sentir un leve malestar en el talón derecho y en el dedo gordo del pie izquierdo. Entré al banco y tuve que espera en una larga fila alrededor de una hora y media. Ahora ya el malestar era general, en ambos pies y en la parte baja de la espalda. Al salir de ahí busqué con la mirada una silla, un banquillo, lo que fuera para poder sentarme, un ratito que fuera, pero nada, seguía caminando ya no tan segura, sino incomoda y me quedaba toda la tarde por delante. Al ir a la siguiente dirección me senté en la sala de espera del edificio. Haaaaaa que alivio, sentía el palpito de la sangre en mis pies y de pronto se habían hinchado. Me costo mucho pararme y caminar nuevamente. Ahora caminaba como por inercia, lentamente, las calles se me hacían interminables. Ya estaba cerca de mi hora de salida y aún me quedaban tres trámites por hacer. No quería, pero igual mire uno de mis talones, el derecho, y note que la ampolla que se había formado estaba reventada y se veía una pequeña costrita roja, que no cicatrizaba debido al constante roce del zapato. El otro pie no lo vi, debía estar peor, sentía llagas sobre todos los dedos y en el empeine. Al fin terminé mis deberes, (dos horas más tarde de mi horario) pero la tortura continuaba hasta que llegará a mi casa y descansará en mis pantuflas. Me quedaba aún la odisea de viajar en metro en el horario pick, esa hora cuando la gente sube apretándose para no quedarse abajo del tren y encontrar un asiento vacío es ganarse la lotería. Decidí sacarme los malditos tacones e irme descalza sino encontraba un asiento y debía irme de pie. Pero no, lo encontré. Que maravilla, me iría sentada, ya pronto llegaría a casa. No se imaginan la cara de felicidad al sentarme, pocas veces disfruto tanto un descanso como ese. Miraba mis tacones negros y los odiaba, ya no me interesaba verme femenina ni atractiva solo valoraba la comodidad. En la siguiente estación subió una señora con un bebe en brazos y se paró frente a mi. Nooooooo, como tan mala suerte, ya mis pies no soportaban, porque debía ser cortés y ceder mi asiento si ella no llevaba una cara de sufrimiento como la mía. Además cargaba al bebe sobre esas sillitas que se cuelgan como mochilas delanteras y se amarran a la espalda, son muy cómodas, yo las conozco. Tenía ganas de llorar, porque debía ser yo la amable si había tantos otros asientos. Me rehusé a pararme y una joven que observaba atenta la situación me dijo en voz alta y con cierto timbre de enfado.- “Hay una señora con guagua ahí”.- Yo no quise responder nada, pero adivinó con mi mirada el sin fin de garabatos que tenía para ella. Me sentí avergonzada, pero era más fuerte el dolor y cansancio que el “que dirán” de las personas desconocidas que viajaban conmigo. Lo más curioso, es que el tren iba lleno, había muchos asientos más ocupados cerca de mí y todos se hicieron los desentendidos, miraban para afuera por las ventanas, otros leían su diario, otros fingían dormitar y nadie se paro y dio el su asiento. Me pregunto. Irían todos esa tarde con los pies lastimados?
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