LA BÚSQUEDA DE HERNANIA,
LUGAR DE RARA BELLEZA
CON PLANTAS DE VERDOR SUAVE
CUBIERTAS DE GOTAS DE ROCÍO
QUE LA BRISA HACE CANTAR
COMO COPAS DE FINO CRISTAL
Y GENTES HERMOSAS DE PIEL
DORADA QUE SONRÍEN CON
BENEVOLENCIA Y ALEGRÍA
Pento Rüecke vivía en Tuskla, población de moderada extensión y prudente número de habitantes. Sus discretas calles, razonablemente transitadas y con una serena distribución de estímulos, eran el paradigma de una existencia sencilla y previsible, sin altibajos que alteraran su mansedumbre ni hechos inexplicables que inquietaran su amable discurrir.
Pero Rüecke, comerciante de costumbres rutinarias aunque afectado de frecuentes ensimismamientos, oyó a unos mercaderes, provinentes de lejanas comarcas, hablar de un fascinante lugar llamado Hernania. Nada concreto entendió Rüeke de dicha conversación, puesto que los extranjeros utilizaban casi exclusivamente referencias a impresiones y sensaciones y, como mucho, alguna metáfora tan incomprensible como bella.
Desde entonces, Pento Rüecke perdió el sosiego. Pasaba las noches imaginando mil versiones de Hernania, y de día sus ensimismamientos eran cada vez más frecuentes y prolongados.
Un día, tras un sueño cuyas viscisitudes no pudo recordar pero del cual despertó con una extraña agitación, decidió cerrar su comercio indefinidamente y salir a la búsqueda de la deseada Hernania.
Reunió todo su dinero, compróse un calzado cómodo y resistente, llenó una modesta alforja con la ropa más imprescindible y se puso en camino con una sonrisa nueva en su por lo general apagado rostro.
Llegado a los límites de Tuskla, donde comenzaban los Desiertos del Norte, halló un solitario zahorí al que preguntó por Hernania. El buscador de ríos, sin apartar la vista de la ramita que temblaba en su mano tratando de escuchar el grito del agua, musitó:
- Hernania se halla a media jornada de camino.
Rüecke inspiró con satisfacción y sintió unas cosquillas en el estómago, intuyendo cercana la dorada experiencia. Siguió caminando con paso decidido, oteando el horizonte para descubrir las primeras formas de su anhelo.
Caminó una jornada entera sin encontrar ningún ser vivo ni accidente natural que destacara en la inmensa llanura. Tan solo un viejo mojón, carcomido por la erosión del viento, que indicaba, sin que lo refrendara ninguna variación en el paisaje, el fin del primer Desierto del Norte y el comienzo del segundo.
En los siguientes días, Rüecke atravesó los cinco Desiertos restantes y penetró en las Tierras Ignotas. Atravesó poblaciones cuyos habitantes diferían cada vez más de los de su Tuskla natal, tanto en sus dialectos como en sus costumbres. Tan sólo un ciego, que tañía un extraño instrumento con forma de medusa, respondió a sus preguntas sobre el paradero de Hernania, mostrándole sus dos manos con los dedos abiertos; diez jornadas de camino, dedujo Rüecke.
Al cabo de diez días de convencer su corazón a sus pies para continuar su andadura, con sus diez noches de soledad y duda, Pento Rüecke llegó al mar. Las gentes de la costa ya no eran sólo distintas en comportamiento y lenguaje, sino también en su aspecto físico. Tenían ojos pequeños y semicerrados, labios prominentes y piel color aceituna.
Rüecke se acercó a un barquero que fumaba una larga y curvada pipa, y le ofreció su alforja señalándole el horizonte del mar. El barquero aceptó el trueque y le indicó que subiera a la embarcación.
La travesía duró noventa jornadas, en las que se alimentaban de peces crudos que el barquero pescaba hábilmente con sus manos. Rüecke pasaba los días vigilando el horizonte hasta que le dolían los ojos y las lágrimas le enturbiaban la visión. El barquero permanecía en silencio o bien silbaba extrañas melodías.
Por fin llegaron a una tierra de exhuberante vegetación donde gentes semidesnudas bailaban contínuamente. Rüecke, como un pálido fantasma entre los bronceados cuerpos, atravesó la población sintiéndose impulsado por una fuerza antigua, superior a la desesperanza que invadía su espíritu. En todas las ocasiones en que preguntó por Hernania se le respondió con gestos de ignorancia.
Aquella noche Rüecke, tendido en la húmeda jungla, recordó las informaciones que había ido recibiendo desde que salió de Tuskla. Primero, Hernania parecía estar a media jornada de camino; luego a diez jornadas, después a noventa y ahora debía estar a tal distancia que los nativos ni siquiera conocían su existencia. Y Rüecke comprendió, con un escalofrío que estremeció su fatigado cuerpo y su desalentada alma, cuál era la cualidad fascinante y terrible de Hernania: cuanto más se avanzaba hacia ella, más se alejaba la tierra soñada.
En ese instante, de alguna profunda cavidad de Pento Rüecke surgió una decisión telúrica: seguir avanzando, sin preguntar ya más, sin vigilar, sin soñar, sin esperar. Sólo avanzar, el resto de su vida.
Al cabo de los años, ya anciano y enfermo, se detuvo a la entrada de una población. Era un lugar de rara belleza con plantas de verdor suave cubiertas de gotas de rocío que la brisa hacía cantar como copas de fino cristal y gentes hermosas de piel dorada que sonreían con benevolencia y alegría.
Pento Rüecke, con voz temblorosa, balbuceó La Pregunta.
- Sí – respondió una adolescente – estás en Hernania. ¿De dónde vienes?
Rüecke, sintiéndose como un niño, señaló hacia atrás y dijo:
- De Tuskla, muy, muy lejos de aquí. Toda una vida lejos.
- ¿Tuskla? – preguntó la muchacha, señalando hacia delante – No está lejos. Nunca estuvo lejos. Está a media jornada de camino.
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