COSAS DE POETAS
NOTA PREVIA: para visualizar este relato, informo al lector de que Pablo es Neruda y Federico es García Lorca.
Pablo y Federico han terminado de ingerir una abundante y sofisticada comida en un céntrico restaurante. Federico, mirando hacia su pensamiento que recrea imágenes de sol y arabescos, se monda lentamente los dientes con un palillo tan frágil como su escasa osamenta. Pablo, con la expresión torva y pesada del sesteador mediterráneo, emite un discreto eructo y sus fláccidas mejillas, sostenidas únicamente por su prepotente nariz, aletean levemente como los jardines colgantes de Babilonia estremecidos por la brisa del desierto.
El éxtasis sensorial de la pareja es interrumpido por el carraspeo de un camarero:
- Caballeros, si no tienen inconveniente en abonarme la nota...
Pablo levanta la vista con lentitud, recorriendo con torpeza y desgana el abismo que separa sus locuras interiores del universo estructurado y desalentador que le rodea. Federico sigue ensimismado, esbozando una sutil sonrisa de niño poseedor de secretos convenientemente ocultos bajo su cama, sin siquiera tomar conciencia del hilillo de sangre que resbala desde sus rosadas encías.
Pablo se dirige al camarero mirando a través de su almidonada camisa, hacia el reflejo de uno mismo que hay siempre detrás de un interlocutor, y le dice-canta, y se dice a sí mismo a través del otro, con voz de predicador mesiánico:
- Oh presencia, cuando sólo eres real y turbadora, eres obstáculo para el sueño, dique para la añoranza, demasiada materia para el amor que es viento y gusta de atravesar cristales y buscar imposibles por los espacios libres, oh presencia, presencia, sólo te hallo sentido cuando eres ausencia, ausencia de presencia, eso es amor, presencia de lo ausente...
El camarero frunce el ceño, que es esa zona que duerme sobre los ojos mientras éstos saben y se despierta para fruncirse cuando los ojos no saben o no quieren saber. Se vuelve ligeramente hacia Federico, con un inicio de súplica en su rostro. Pero Federico ha llegado al clímax de su andadura mozárabe por las Giraldas de su mente y, con un grácil movimiento de invisibles alas, sólo perceptible por el pálpito de sus sienes, se eleva armoniosamente hacia el techo y se detiene a un palmo escaso de aquél, adoptando la siempre estética postura de la Olimpia de Manet.
El camarero, hombre de vida ritualizada y escasos recursos imaginativos para afrontar situaciones anómalas, siente que algo se quiebra en su tan pacientemente construído mundo. Y una primera lágrima, todavía estremecida en el tránsito del llegar a ser, resbala por sus ojos vácuos como un anuncio esperanzador de primavera interior.
Federico, desde su posición privilegiada y acompañándose del tañido de una lira de desconocida procedencia, deja que su voz se deslice sobre los cantos rodados de un riachuelo de reflejos plateados:
- Los lirios se han vestido de vírgenes coquetas y envidian a la rosa sus locuras secretas. La rosa ama de noche y amanece rosada, como la carne viva de la mujer amada. Y cuando, pudorosa, llega el alba naciente, la cubre con rocío para enfriar su vientre...
Pablo, entretanto, en su viaje hacia sí mismo a través del camarero, se ha llevado la corbata de pajarita de éste (con lo cual su camisa ha tomado un árido aspecto provinciano) y la ha liberado por el camino, convertida ya en la mariposa que es, en realidad, toda pajarita.
El camarero se sienta torpemente en la silla que ha abandonado Federico (parece que definitivamente), derrumba su cabeza sobre la mesa y derrama un auténtico verano de lágrimas, replanteándose el sentido de toda su vida.
Pablo le dirige una mirada de reconocimiento, como un saludo de bienvenida, y levanta ligeramente sus aletargados párpados, quizás para dejar entrar las lágrimas del camarero al país de los poetas. Pero de repente parece reflexionar y la expresión de su rostro se abre paso entre las abotargadas carnes para dibujarse con las formas de la intransigencia.
- Oh soledad... – vuelve Pablo a la carga.
- “Soledades” queda mejor – corrige Federico desde su nube – es, ¿cómo te diría?, es más caracolera, tu ya me entiendes...
- Oh soledades – continúa Pablo – asustáis a mi alma debilitada porque la abandonáis a sus propias multitudes...Amor, amor, emerge de la espuma de mis noches febriles, ocupa mi ser, llena mis estancias interiores, fecúndalas... Oh amor, sé en mí...
El camarero, llegado al límite en que un hombre muere o renace, abandona la mesa con la firme decisión de rehacer su vida, no sin antes rasgar la factura de la comilona con un guiño de complicidad.
Pablo enciende un cigarrillo, aspirando voluptuosamente como si quisiera llenarse el pecho con una mañana de primavera. Luego, con una voz emitida en un tono de frecuencia sólo audible para los poetas, susurra:
- Vamos, Federico.
Federico planea graciosamente hasta su silla, sorbe los restos de su copita de transparente licor y salen ambos del restaurante con pasos suaves pero ágiles.
|