AMOR CIEGO
Acostumbra la naturaleza - para que puedan admirarla - proveer a los hombres de cinco sentidos; a Juan - confirmando la regla - lo privó de uno; quizá, del más exuberante de todos: la visión. Pero natura, sabia y ocurrente, compensó el infortunio con generosidad: en los cuatro restantes, le concedió una perspicacia poco menos que excesiva.
Juan podía “ver” el mundo como no podemos quienes dependemos casi solamente de nuestros ojos. Su oído y su olfato captaban cualquier estímulo (hasta los imperceptibles); los sonidos que oía en el silencio o una brisa leve eran, para él, una imagen nítida del ámbito donde se hallaba.
Gozaba, además, de lo que llamaba “la memoria de las manos”: su tacto reconocía cualquier cosa que hubiera tocado alguna vez. Lograba desenvolverse con la independencia de un vidente (en su amplia acepción); palpando una pared o un árbol, se ubicaba con exactitud en su casa o en las calles de la ciudad que recorría a diario.
Usaba estos atributos, en especial con la gente: estrechar una mano o aproximarse a una persona, le bastaban para conocer hasta el temperamento del otro.
Cuando la vida le acercó a Laura, concibió que sería su mujer; y así fue: literalmente, se adueñó de ella; gracias a sus extraordinarias facultades, consiguió saber de Laura mucho más de lo que ella sabía de sí misma. La piel y la mente de la mujer pasaron a ser sus dominios.
Él llegó a venerar el aroma y la tibieza de ese cuerpo sin secretos. ¿Secretos?, no; Laura no podía tenerlos, él se había apoderado de todos.
Un día empezó a ver en ella pequeños cambios que, en ese momento, no logró entender.
Con el tiempo advirtió que la joven alegre que había conocido, se había convertido en una mujer triste y abatida. Como siempre, alcanzó a comprender el problema y como siempre también, se hizo cargo.
La aparente muerte accidental de un no vidente cuando intentaba cruzar una transitada avenida, fue sólo una noticia breve en el periódico local.
|