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Así comenzaba las mañanas: sus ojos doloridos apenas los abría, las persianas extendiéndose al exterior, desde su balconcillo hacía un ademán a modo de saludo; obligado claro, a su vecina la chismosa que estaba enamorada de él, se sentía un tanto halagado pero nunca podría querer a alguien, tan... tan... normal, cuando fue al baño el espejo le devolvió un rostro hirsuto con virutas de barba y ojeras avioletadas.

El típico reloj de la clase media era terriblemente imperdonable y emitía su sonido lacerante a las 7:00 a.m. Levantarse descalzo, el desplazamiento por los mosaicos fríos rumbo a la ducha era una de las pocas cosas que en verdad le gustaba, sin embargo, sabía de antemano que saldría apurado (como siempre), llegar a la parada apurado (como siempre), el chofer le conocía, era fácil: camisa mal abotonada disimulada con una campera de jean, restos de dentífrico en la comisura de la boca y abrochándose el cinturón.

Hoy no, llamó el primer taxi que encontró, era demasiado tarde.

Andrés de veinticuatro años no pensó que terminaría haciendo lo que todos. Hubiera querido quedarse en aquella pensión barata infestada de lagartijas, pero era demasiado pulcro para ello, detestaba todo tipo de alimañas como esa. Además Soledad lo había dejado.

Un buen día dijo a la casera—: me voy.

Al cerrar la puerta escuchó unas palabras ahogadas, no alcanzó a oír pero supuso era alguna queja de algún vecino o la renta atrasada, lo más seguro era lo segundo, pero no debía ser tan duro. “La mujer es viuda”, como dijo Melgarejo, leve excusa para soportarla.

Ni bien contempló la ciudad desde el pórtico al pie de la escalera (detestaba las escaleras pero tenía un temor irracional a los ascensores) la sintió repleta de animales al acecho y un leve escalofrío le erizó el bello de la nuca obligándolo a pensar ¿existen en verdad métodos suficientes?


El vaivén del automóvil le adormecía las piernas, cada vez más dormidas se le terminaron por acalambrar, un hormigueo le impedía moverlas entonces a manera de solución decidió mirar por la ventanilla.

— ¿Hoy es nueve? — murmuró mientras en la radio afónica del taxista se escuchaba: "porque me abandonaste", dio un suspiro y recordó a su hermana menor sobre la mesa haciendo las veces de Paloma San Basilio envuelta en el mantel de la abuela.

— Hubiera querido ser ella... — se dijo.

Cerró los párpados, una enumeración: corría con la mejor de las velocidades para su edad, no vio el auto, se le escapó al padre. Después vinieron los ataques de pánico de la madre, después vinieron las coronas, después vino su huida.

Aún con los ojos cerrados—: Carito, ayer hubieras tenido diecinueve — el auto dio vuelta la esquina.

Llegaron al galpón donde trabajaba, no era un mal trabajo a decir verdad, su jefe ponía la yerba en este matecito de metal embadurnado de aceite y grasa, se requería cierta destreza en el manejo del mismo, no era cosa fácil tomar mate bajo un auto por ejemplo.

— Son seis pesos — dijo sin asco, sin notar que Andrés apenas tendría un peso con sesenta centavos. Pagó... con el almuerzo.

Una vez dentro se colocó el overoll, un rápido vistazo le dejó: diez autos a la espera de un cambio de aceite, había alienado y balanceo, chapa..., pronto escucharía: "y cuanto me va a salir", "pero se me dijo que estaría para hoy", etcétera.

— ¡Fabián! — escuchó.
— ¿Fabián? — dijo en voz alta, extrañado. Vio que era su jefe pero quien era Fabián.
— Fabián, te acordás de Romero, dijo que se iba de viaje y necesitaba el coche para el jueves.
— Sí — contestó con pereza en la voz — ¿está bien jefe?
— Sí, ¿por qué?
— Como recién me llamó Fabián.

Con la boca seria, el jefe frunció el ceño.

— Pero Fabián es tu nombre hijo.
— No, es Andrés.
— Está bien— dijo incrédulo asintiendo lentamente sin quitarle la vista.
— Bueno jefe, ya me pongo a trabajar, entonces.

Se armó un silencio embarazoso, hasta que el jefe, luego de echarle una última ojeada dejó que comenzara con la tarea de estrujarse los dedos en busca que alguna perilla bajo el capó de un fiat 128 color rojo, pintura de fábrica, sin un rayón, tapizado de cuero; en perfectas condiciones.

— Esta sí que es una pieza de colección — pensó.

Las sirenas iban y venían, no se sabía con exactitud como había sido, salió de la nada y tenía un arma, solo estaba Andrés escondido en el archivero, el resto estaba afuera, la oficinita de entrada era una ratonera, la pálida luz de un fluorescente exhausto rebuznaba con zumbido casi hipnótico.

Ahora un megáfono.

Ahora se le notaban los nervios, pedía más de lo que había.

Ahora se escuchó el primer disparo.


Cuando fue hora de almorzar, sonó el chirrido del alto parlante: — son las dos menos cinco, los quiero a todos devuelta para las cuatro— y el acoplamiento retumbó en aquel lugar.

Estuvo largo rato parado a espaldas del galpón cerrado, como no le alcanzaba el tiempo para volver a su casa ni tenía dinero, decidió caminar un rato por ahí, llegó hasta la avenida San Juan Bautista, dobló a la derecha, luego siguió en línea recta unas tres cuadras y volvió a doblar, ya se podía divisar el riachuelo afluente.

Se detuvo en el mirador cubierto de maleza con rastros de una enredadera, alzó la vista pero solo había plantas aéreas que hacían nido en la parte de arriba, una especie de sombrilla, alguna vez cubierta de campanillas, ahí solía jugar cuando ella vivía.

— Pobre Carito, como lloró cuando le enterré la muñeca y después no recordaba donde.

El estómago se le revolvía, estaba un poco mareado pero más que nada le molestaba era esa sensación de vómito impregnándole la garganta, dio una hojeada a su reloj eran tan solo las tres menos veinte, él no sabía que hacer, estiró las piernas y dio un largo suspiro, de reojo vio un hombre cortándose las uñas de los pies son un alicate, se podía escuchar el "tric", "tric", "tric".

Había mucha sangre después del segundo disparo, ya no escuchaba a Rebeca, el otro quería más, pensó que por se una casa de préstamos era banco, la caja fuerte solo tenía unos tres mil pesos recién cobrados y el camión de caudales recién vendría el lunes. Hoy era jueves, jueves cuatro.

Mientras David le insistía en que se llevara las computadoras, los celulares, seguro podía escapar por la puerta de emergencia que daba a la cortada de la calle Paraná y Medrano. Se escuchó el tercer disparo, David balbuceando.

Dentro se escapó un sollozo, como necesitaba un cigarrillo.

Luz fluorescente en el archivero. Susto, nervios. Ultimo disparo.


Cuando llegó al galpón aún no había abierto y cruzó a comprar cigarrillos cuando encendió uno le pareció extraño, no podía recordar desde cuando fumaba, ese día se convirtió en un patético deja vú, se palpó el pecho, sí estaba ahí una cicatriz de unos veinte centímetros, en el bolsillo interno del la campera los medicamentos sueltos mezclándose en la mugre.

Bruscamente le dijo al quiosquero:

—Tome, se los regalo, pero me llevo éste... de recuerdo.

De vuelta al trabajo los muchachos le llamaban Fabián, él cada vez más desconcertado comenzaba a irritarse, a veces les hablaban de gente desconocida, una mujer dijo ser la novia, ¡pero él estaba solo!, lo peor fue la cara que pusieron todos, el jefe insinuándole que se tomara el día, la mujer que lloraba, los clientes callados ante el alboroto, el estómago vacío, el cigarrillo y su gusto, un perfume barato... las conversaciones por lo bajo...

— ¡Fabián, por favor, que te pasa!- exclamó la mujer apretándole la mano grasienta, semiamarilla.
— ¡Me llamo Andrés! — contestó.

De pronto el vómito. El desmayo.

—Lo siento— dijo grave el médico — pero tiene muerte cerebral, no hay nada que hacer —. Hubo un silencio.

Una mujer vestida de azul marino, con blusa blanca mangas larga y un corbatín haciendo juego se acercó:

— Sé que es un momento difícil, créame, pero ante esta circunstancia debe saber que puede donar vida, tenemos en lista de espera a varios pacientes compatibles con su hijo — colocó una lista sobre la mesa cuadrada de la sala de espera — como verán hay personas esperando… un hígado, riñones, corazón, pulmón…

La sala vaciada de... aire tal vez, un gran hueco interrumpido por llantos y lágrimas, por rostros endurecidos y una muñeca a pilas de una niña que había abierto la puerta buscando a su madre emitía “Para Elisa”... solo eso parecía llenar la habitación.


Cuando Fabián abrió los ojos en el hospital, recordó todo y Andrés lo comprendió todo, entonces ambos sintieron unas inmensas ganas de llorar.

Una enfermera entró para atender a su compañero de la otra cama, estiró el brazo hasta tocarle el codo izquierdo.

—Señorita, hoy hace dos meses después de..., hoy es... — tragó saliva con dificultad, luego dijo — ¿Quién soy yo?

Pero ella no supo que contestarle.





















Texto agregado el 13-07-2006, y leído por 347 visitantes. (17 votos)


Lectores Opinan
17-12-2020 ¿¿¿¿¿Y dónde estuve todos estos años que no leí este texto????? Me diste un rato de disfrute literario y me voy muy contento. ¡MUY BUENO! OrlandoTeran
31-08-2006 Todo un tema...!!!! Muy, muy bueno...¡ te felicito!!!! Un beso azul... NANAI
19-08-2006 Un amigo mío me dijo una vez que el no era donante de órganos para que los demás no rezaran pidiendo su muerte. Me hiciste recordar a mi amigo con tus muy buenas letras y creo que eso sólo lo logra una buena historia. 5* Dehumanizer
09-08-2006 Un texto muy bien logrado. Felicidades. ULEIRU
06-08-2006 Buena historia. rodolfo_gc_pitti
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