Nunca entraste a mi casa. Te gustaba quedarte parada al costado del árbol del millón de hojas. Veías los haces de luz que atravesaban la reja de metal.
No me hubiese gustado tener una verja blanca. Se hubiese visto demasiado estúpida.
- ¿No quieres pasar y esperarlo adentro mejor?
- No gracias señora. No se preocupe. Ahorita ya sale.
Y la verdad es que me demoraba en salir porque me quedaba viéndote. Te veía desde la ventana del cuarto de mi hermana, en el segundo piso. A veces, cuando no tenías uno de tus frescos vestidos de verano trepabas al árbol del millón de hojas. Sé que no lo hacías por aburrimiento sincero ni por el instinto natural de los niños, lo hacías porque te encantaba. Te encantaba poder ver los minúsculos rayos de luz que atravesaban el millón de hojas y terminaban en pequeós puntitos de luz que iluminaban el grass. Te encantaba aún más cuando el viento zarandeaba el árbol, de esa forma los puntitos de luz podían bailar al compás del viento, junto con las hojas que caían y también, por qué no, junto con tu pelo.
Entonces eras feliz.
Al volver era aún mejor. El sol caía a lo lejos así que hacía menos calor. Yo no tenía frío pero igual entraba a sacar mi casaca, y solo entonces, a pesar de no poder ser una más dentro del millón de hojas, solo entonces eras muy feliz.
Anaranjadamente feliz.