No dejó de observar aquella imagen gastada. Ni el recuerdo, ni esas visiones indecorosas de su pasado lo reconfortaban como antes. Ella ya no está, murió, le gritaba desde el fondo del departamento un cuarto vacío. Es un sueño, una ilusión, el espejismo de un amor desvanecido por la muerte, le repetían los amigos, los psiquiatras (a los que se vio obligado a visitar).
Pero ahí estaba ella, sensual, bella, inmutable. No pudo evitar recordar la primera vez que vio al fantasma, se conmocionó, realmente creyó que había vuelto, que resucitó, se acercó sin temores, con ganas de abrazarla y decirle lo mucho que la extrañaba, alzo los brazos y se lanzó hacia ella dándose de lleno contra el vacío, contra la nada.
Se sentó en el sillón y siguió observando a aquel ensueño, había aparecido en tantas ocasiones que ya estaba habituado a contemplar la figurilla encantadoramente diluida en el aire. Y de pronto, la misma sensación de otras veces, el mismo remordimiento, el mismo sentimiento que se anidaba en su pecho y desalojaba todo. Nuevamente, le pareció estar en los pasadizos de la clínica, desesperado, preocupado y triste por aquella mujer a la que había conocido hace apenas tres meses, pero a la que una relación loca y aventurera lo había conducido a traerla a su departamento. Supo por ella que no tenía padres, que su único familiar en el mundo era una tía lejana, a la que no pudo ubicar para el velorio. Tenía ella muchos amigos y amigas en el trabajo que estuvieron en las exequias, y que lo miraron a él como a un extraño y él juraría que le daban también miradas acusadoras. Pero qué era lo que lo constreñía a tener ese búho en el corazón, ¿era acaso el remordimiento de haberse aprovechado de la soledad y el abandono de la joven? No fue eso, porque el beneficio fue mutuo, los dos se deshicieron de su molesta soledad y consolaron recíprocamente su atroz melancolía. Su muerte ¿acaso se culpaba por su muerte? Tampoco fue eso, un pequeño coágulo de sangre perdido y pérfido que revienta en la cabeza le puede pasar a cualquiera ¿Era entonces el no haberla llegado amar lo suficiente? En parte sí, era así, él nunca la llegó amar, le gustaba su compañía, le excitaba su cuerpo, la extrañaba, pero nunca sintió ningún sentimiento profundo o fuerte por ella; sin embargo, que se le podía exigir a una relación de apenas tres meses, él no la conocía lo suficiente, desconfiaba de sus palabras, de su historia. Se culpaba, por supuesto, pero no por no haberla amado, sino por amar, en todo el sentido de la palabra, a aquel espectro que no es ella, no es ella en carne y hueso, es más bien la proyección de un recuerdo, de una ilusión, de un “pudo ser“ esperanzador.
Se acercó a la ventana cerrada, trató de mirar hacia afuera, pero los reflejos del interior de su propio departamento le impidieron observar con nitidez. En ese mar colorido e iluminado pudo identificar al objeto de su amor, primero como un punto pequeño, luego más grande, finalmente, inmenso ocupándolo todo. Ella, el fantasma, nunca lo abandonaría, hizo todo por deshacerse de ella, pero ya ven sigue ahí amándolo tanto como él la ama.
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