El otro oriente
Se les veía sucios. El más moreno caminaba al frente con una sonrisa perezosa que trataba de esconder el bochorno, el cansancio, la prisa. Los otros dos cargaban regalos tan voluminosos como el primero y, de la misma manera, sus ropas extrañas y llenas de polvo llamaban la atención de todos los pasajeros en el tren. La gente, al mirarlos, lanzaba risillas cómplices al tiempo que los niños más pequeños aprovechaban la oportunidad para acercarse y estrechar sus manos. Era un ruido como de avispas el que se escuchaba en aquel vagón.
La caminata había sido más larga de lo esperado. Antes de salir de casa Melchor sugirió que pasaran a comprar unos tacos de canasta en la esquina de la Sor Juana y la Pantitlán. A pesar de que la cita era a la una de la tarde los tres estuvieron de acuerdo porque el medio día los asaltó en ayunas y, ya en el trabajo, no tendrían tiempo ni de probar bocado. Sabían que esa noche sería la más atareada pero también la oportunidad para quedarse con la chamba durante el resto del año. Caminaron entonces por las áridas calles del oriente con unas enormes cajas de regalo envueltas en papel brilloso, gastado. Eran las mismas del año pasado, aquellas cajas viejas y vacías que tanto ilusionaban a los niños y que un día después serían olvidadas por todos, que no pertenecían a nadie, que no serían regalo de ninguno. Comieron un par de tacos. Baltazar miró el reloj y los apresuró. Por desgracia el dinero era escaso. Entonces, después de los alimentos, no hubo el suficiente para pagar el colectivo que los llevaría al metro. Decidieron caminar bajo el potente sol del oriente, ese que era el mismo del sur y del norte pero que en aquel lugar, en el mero cinturón de miseria de la ciudad, se sentía tan pesado como en ninguno otro. Después, la tierra se levantó al compás del viento para golpear los rostros sudados y adherirse a la piel. Fueron cuatro kilómetros de caminata entre las calles de terracería.
Sus pies cansados pisaron un metro saturado de gente. Los íntimos y repetidos ruegos por viajar sentados no funcionaron; tuvieron que hacerlo de pie con la audacia de un malabarista para no caer al suelo ni permitir que los regalos fueran aplastados por la multitud. A pesar de ello, con la responsabilidad aceptada en un contrato inexistente, todavía tenían que sonreírle a la inocencia de los ojos infantiles que no dejaban de observar cada uno de sus movimientos.
-Hola, ¿cómo te llamas? -decía Gaspar de manera repetida para continuar con un: -¿Qué le quieres pedir a los reyes?
-¿Vienen desde el oriente?
-Sí, desde el otro oriente -y sonreía.
El tren se detuvo tantas veces en medio de cada estación que perdieron la cuenta. Llegaron a su destino a eso de las cinco de la tarde y fueron recibidos por un contundente regaño de don Gonzalo, el dueño del puesto. Aquella sería la última noche en trabajarían para él, además, les descontaría medio día de paga. Los apresuró para que se acomodaran en sus lugares y saludaran desde lejos a los niños que se paseaban por los estrechos pasillos de la alameda central. Con el desconcierto en sus rostros, los tres reyes obedecieron el mandato y dibujaron una sonrisa forzada. Se miraban sin decir nada.
Pasó una hora y se hizo de noche. No había estrellas en el cielo; las nubes lo hicieron inaccesible. Gaspar buscó una, la más grande, la llamada estrella de Belén; quiso pedir un deseo pero ella nunca apareció. Después, una niña se acercó y se sentó en el elefante de plástico. Entregó a Melchor una hoja doblada mientras los padres de la niña se arreglaban para la foto. Don Gonzalo agarró la cámara y les hizo señas para que tomaran sus posiciones. "Whiski" escuchó Melchor a lo lejos al tiempo que sostenía una carta para los reyes en su mano y mantenía la mirada clavada en las letras redondas, como las de su hija. Al final, el flash iluminó una lágrima que, muy lenta, avanzaba por su rostro.
|